lunes, 28 de agosto de 2017

(BIG BANGS CONSTITUYENTES)

EL PAÍS, Madrid, 4 de mayo de 2017
 TRIBUNA
Completar la democracia
En todos los Estados democráticos hay instituciones —desde tribunales hasta bancos centrales— que no rinden cuentas directamente a los votantes o representantes electos. Son imparciales y defienden determinado bien común
Daniel Innerarity

Las elecciones son demasiado poco para unos y demasiado para otros. Unos insisten en recordarnos los errores de los votantes (Surowiecki) y otros subrayan las limitaciones de los procesos electorales para determinar y hacer valer la voluntad popular (Van Reybroucke). Para los primeros, las elecciones representan demasiado bien lo que quieren los electores y para otros demasiado mal; la principal preocupación es, en el primer caso, el populismo, y en el segundo, la crisis de la democracia representativa. Unos consagran el orden constitucional o la legalidad vigente como algo que en ningún caso puede ser socialmente verificado; otros apelan a la voluntad de los militantes, a las consultas o defienden la tesis de la “absolución electoral” para los corruptos.

Algo está pasando en nuestros sistemas políticos cuando la inminencia de una cita electoral es vista como una amenaza (o la ausencia de elecciones inmediatas se celebra como una oportunidad para llevar a cabo ciertas políticas) o, en el caso opuesto, se tiene una concepción descontextualizada e irrefutable de la voluntad popular, es decir, sin contrapesos, marco legal, información suficiente, espacio para la deliberación o protección de las minorías.

Lo complicado del asunto es que todos tienen algo de razón. Se trataría, por tanto, de compaginar ambas posiciones, de completar la democracia, que no es una mera legalidad constitucional, pero tampoco una serie de big bangs constituyentes, que no puede prescindir del electorado, pero que no debe ser solo democracia electoral. No se pueden suprimir las instituciones de la democracia electoral sin dañar la democracia, pero se la puede y debe completar con otro tipo de instituciones que defienden valores igualmente necesarios para la calidad de la vida democrática.

En todos los Estados democráticos hay previsiones constitucionales o cuasiconstitucionales que limitan el poder del demos y configuran una serie de instituciones que no representan tanto a las personas sino a ciertos valores o bienes públicos. Representan de algún modo la imparcialidad y defienden determinado bien común al margen e incluso por encima de los electores actuales. Una característica de la gobernanza de todas las democracias contemporáneas es la delegación de poderes significativos en instituciones que no rinden cuentas directamente ante los votantes o los representantes electos: tribunales, bancos centrales independientes, autoridades regulatorias de supervisión y regulación, comisiones de la competencia y tribunales de cuentas se hacen cargo cada vez de más ámbitos de la vida política y económica. Hay un desplazamiento del poder hacia lugares menos sometidos al escrutinio y control públicos, y esa derivación no siempre está motivada por intenciones perversas sino también por necesidades funcionales que es necesario entender y legitimar.

¿Cómo se justifica la existencia de tales instituciones? De entrada, hay una justificación funcional. Existe un amplio consenso en torno a la convicción de que, por ejemplo, el control de las normas y la política monetaria o crediticia son mejor desempeñados por los tribunales constitucionales y los bancos centrales que por los parlamentos. Imaginemos las consecuencias desastrosas que tendría la asunción de estas tareas por los parlamentos. De ahí que la delegación de estos momentos de soberanía no debilite sino que fortalezca la democracia, si es que por democracia entendemos no solo la formalidad de quién toma las decisiones sino la capacidad de proporcionar determinados bienes públicos.

No está de moda defender las instituciones técnicas, pero conviene recordar la función que ejercen en una democracia. En una entrevista publicada por Süddeutsche Zeitung, el director general de la oficina estadística de la UE, Walter Rademacher, explicaba la responsabilidad de los Estados miembros al dar por buenas las cuentas de Grecia para su ingreso en la moneda única cuando todos tenían serias dudas acerca de la fiabilidad de las informaciones proporcionadas por el Gobierno griego. Por esta razón el Eurostat pidió más poderes de control pero los Estados miembros se opusieron a ello. En aquel caso, los técnicos tenía razón frente a quienes representaban a sus electorados.

Un segundo tipo de legitimidad de esta delegación en instituciones independientes del ciclo electoral procede de la justificación por el largo plazo. Uno de los problemas de las actuales democracias es su inconsistencia temporal, el hecho de que sacrifiquen los proyectos de largo alcance ante el altar de los beneficios electorales inmediatos. Todo lo que tiene que ver con la protección de las minorías, la justicia intergeneracional o ciertos compromisos medioambientales (es decir, con los intereses que por definición están escasamente presentes en nuestros procedimientos de decisión) requieren algún tipo de justificación que no depende de la voluntad de los electorados realmente existentes.

Este tipo de bienes solo pueden protegerse cuando una parte de la soberanía es transferida a un nivel menos “electoralmente democrático” y son adoptadas por instituciones más inmunes a las presiones inmediatas. Las instituciones europeas fueron creadas en parte para gestionar este tipo de externalidades intratables por procedimientos democráticos. Algunas de las acusaciones de tecnocracia o déficit democrático tienen que ver con esta circunstancia; no con que no sean suficientemente democráticas sino con que no son electoralmente democráticas. Los costes de una institución no democrática (o mejor: no electoral o mayoritariamente democrática) tienen que ser sopesados con los beneficios de salvaguardar ciertos bienes colectivos. Pensar de este modo no equivale a derogar la democracia sino más bien defenderla frente a su debilidad. Todo ello no es incompatible con ciertas reformas que deben asegurar sus procedimientos para hacerlas más democráticas, por ejemplo, más representativas (pensemos en la escandalosa infrarrepresentación de las mujeres en el Banco Central Europeo) o reformulando su independencia, siempre y cuando se lleven a cabo sin comprometer su naturaleza.

Podríamos concluir afirmando que estas instituciones deben entenderse como un constitucionalismo democráticamente configurado y no como una democracia constitucionalmente restringida. Serían democráticamente inaceptables si fueran modos de impedir el poder del pueblo y no un modo de canalizarlo adecuadamente o si estuvieran configuradas de tal manera que se encontraran absolutamente fuera del alcance de la discusión pública y la reforma.
(*) Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. La democracia en Europa (Galaxia-Gutenberg) es su último libro.
Fuente:
https://elpais.com/elpais/2017/05/04/opinion/1493890247_820679.html


EL PAÍS, Madrid, 16 de febrero de 2017
 TRIBUNA
¿El final del multiculturalismo?
Los demócratas no han entendido el fenómeno de la diversidad cultural. La izquierda, los liberales y las élites no tienen contacto con el mundo industrial ni con “los otros”. Ignoran los nuevos conflictos, quiénes están excluidos y por qué
Daniel Innerarity

Uno de los hechos más sorprendentes de las recientes elecciones americanas es que la batalla se haya saldado principalmente en el campo de lo socioeconómico y que los conflictos que tienen que ver con la diversidad cultural hayan sido menos relevantes. Hay quien se ha lanzado con rapidez a declarar el final del multiculturalismo y el retorno de otros campos de confrontación anteriores a las reivindicaciones del reconocimiento e incluso un cierto retorno de las clases frente a la primacía que han tenido durante estos últimos decenios las diferencias de género y cultura.

Esta ha sido la interpretación por la que algunos han declarado el final del multiculturalismo. Mark Lilla afirmaba en The New York Times que el liberalismo americano ha caído en una especie de histeria moral en relación con la identidad racial, sexual y de género que ha distorsionado su mensaje y le ha convertido en una fuerza incapaz de unificar a la sociedad y gobernarla. La política tiene que ver también con intereses compartidos y propuestas para todos; incluso la defensa de una diferencia requiere un cuadro general de gobierno basado en los derechos, sin el cual no habrían tenido lugar las conquistas de los movimientos a favor de los derechos de las mujeres, por ejemplo, que no querían votar de otra manera sino al igual que los hombres. Para Lilla, explicar el éxito de Trump por el resentimiento de un grupo de hombres blancos, rurales y religiosos impediría a los demócratas entender que ese grupo de americanos se siente realmente como un grupo marginado en la medida en que no encaja en ninguna de las categorías de la acción afirmativa.

Ahora bien, si los habitantes de la América profunda se han movilizado de esta manera, como grupo discriminado, entonces no estaríamos ante el agotamiento del multiculturalismo sino en una fase nueva de este, en la que simplemente se reivindica el reconocimiento de un grupo que no estaba en el listado de los desfavorecidos: el de quienes carecían de adscripción que justificara un reconocimiento especial. El multiculturalismo sería criticado por no ser suficientemente multicultural. Lo que comenzó para destruir una determinada hegemonía habría terminado por convertirse en un instrumento contra la posible discriminación de los antiguos dominantes. Este giro inesperado de la argumentación supondría una especie de triunfo póstumo de la causa pluricultural. Quienes no se sienten acogidos por las categorías raciales o sexuales que ha inventariado el multiculturalismo se estarían vengando de él… recurriendo a una lógica multicultural. Para evitar dar la razón a lo que se combate, Pascal Bruckner ha propuesto en Le Monde interpretar este giro de otra manera. No se trataría de añadir una nueva particularidad a las actualmente reconocidas, sino de sublimarlas a todas; es el retorno del Pueblo (o la Nación), después de décadas de atención a las minorías, la vuelta de lo social tras lo étnico.

Sea de ello lo que fuere, es cierto que los demócratas no han entendido en toda su amplitud el fenómeno de la diversidad cultural, que incluye también aspectos conflictivos de difícil gestión. El discurso de las élites ante la diversidad cultural carece de realismo y sinceridad; ambas cosas resultan hirientes para quienes conviven habitualmente con esa diversidad en sus aspectos menos idílicos. Existe un tipo de persona progresista que se siente cosmopolita y moralmente superior porque se eleva por encima de sus intereses cuando en realidad sus intereses no están en juego y los que son sacrificados son los intereses de otros, más vulnerables, más en contacto con las zonas de conflicto. Hay una forma de arrogancia e hipocresía en las élites multiculturales porque su experiencia de la alteridad se reduce a encuentros agradables en el bazar de la diversidad (en el consumo, la diversión o como mano de obra barata). Son élites que no sienten la inseguridad física en sus barrios ni la inseguridad laboral en sus puestos de trabajo. Si la izquierda, los liberales o las élites no terminan de entender esto (salvo en cierto modo Sanders y Trump a su manera) es porque no tienen contacto ni con el mundo industrial ni con “los otros” y solo ven las ventajas de la globalización o los encantos de la diversidad.

¿Cómo debemos entender entonces los nuevos conflictos? ¿Podemos asegurar que vuelven los conflictos de clase, después de décadas de confrontación cultural e identitaria? ¿Cómo determinar quién está realmente excluido y por qué (si por ser mujer o pertenecer a determinada raza o simplemente por ser pobre)? Desde luego que no están hablando desde la lógica de clases quienes plantean reivindicaciones del estilo “Somos el 99%”. Muchas de las protestas que han tenido lugar en los últimos años no han sido en absoluto movilizaciones de clase sino que han formulado la oposición radical a un sistema del que se beneficiaría una ínfima minoría y que padecería una gran mayoría.

No creo que las cuestiones relativas al sexo, la raza o la identidad vayan a desaparecer de la escena política norteamericana ni de nuestras democracias en general. Del mismo modo que pudo ser un error suponer que las reivindicaciones de las minorías iban a disolver la cuestión social, se equivocaría igualmente quien tratara de volver a una lógica de clase que no tuviera en cuenta las discriminaciones específicas de las que son objeto todavía, por ejemplo, los afroamericanos, como pone de manifiesto el reciente movimiento de protesta Black Lives Matter. El paradigma del reconocimiento no invalida los problemas de redistribución. De hecho, todos los ejes de opresión en la vida real son mixtos; suele ocurrir que quien es excluido culturalmente sea desfavorecido económicamente. Es probable que lo más adecuado sea afirmar que la justicia requiere hoy ser pensada a la vez como redistribución y como reconocimiento.

Nadie ha extraído una conclusión más acertada, aunque modesta, de esta nueva constelación que el filósofo americano Michael Walzer: “De momento, los combates que necesitamos no han emergido todavía”. Ni sindicatos ni partidos están en ello. Hay intereses que no están suficientemente representados o del modo que les es debido. Emigrantes, jóvenes, generaciones futuras, trabajadores especialmente vulnerables no pueden ser representados como la vieja lucha sindical representó a los asalariados, pero tampoco los partidos políticos vehiculan adecuadamente el compromiso político de la ciudadanía. Es posible que haya nuevas mayorías que esperan nacer, en cuanto vuelvan a repartirse las cartas entre las élites y la gente, cuando comience el juego que vuelva a articular política, economía, sociedad y cultura de acuerdo con las nuevas circunstancias.
(*) Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y profesor invitado en la Universidad de Georgetown. Su último libro es La política en tiempos de indignación.
Fuente:
https://elpais.com/elpais/2017/02/03/opinion/1486141680_059970.html
Ilustración:http://tv.dokult.com/blog/tag/critica/
Fotografía: http://de-avanzada.blogspot.com/2011/07/mas-islamofascismo-multicultural-en.html

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