Del secuestro parlamentario
Luis Barragán
Llegamos temprano a palacio, deseando entrar por la puerta oeste. No fue posible al
impedirlo la GNB que nos orientó hacia la oeste. Caminamos, porque no tenía
sentido oponer resistencia a unos efectivos apenados que pedían comprensión por
las órdenes que recibieron.
Despistados, no nos percatamos que, al doblar por La Ceiba de San
Francisco, a la izquierda, estaba abierta la puerta que conduce al hemiciclo,
indiferente al piquete de personas que gritaban todas las ofensas que el
repertorio acumulado de la vida les daba. Al subir por la calle absolutamente
controlada por la alcaldía menor, parque seguro de sus automóviles, notamos un
movimiento y un ambiente extraños.
Franqueando la puerta principal, las escaleras que conducen al Salón
Elíptico y medio patio, estaban llenos de franelas rojas de sobradísima
actitud, cruzándose uno que otro alto oficial militar en lo que, nos enteramos,
rubricaba la visita por la fuerza del tal vicepresidente. Colegas parlamentarios
recomendaban prudencia hasta que, poco a poco se marcharon y, al cerrarse las
rejas, se agolparon detrás con el grito de las consignas que los automatiza.
Se recogió la GNB y quedamos a la intemperie, sin saber de un arma de fuego
que pudiera vomitar – rifándolo – algún proyectil desde las rejas. La atmósfera se hizo más densa y la razón
parecía ya no alzar vuelo, presintiendo
un día largo, duro y difícil.
Las divisas que hacen falta para alimentos y medicamentos, fueron licuadas
entre el humo intrépido de los cohetones lanzados hacia toda persona que se
moviese Capitolio adentro. Comenzó el forcejeo por violentar las rejas y, ya no
recordamos si antes o después de la sesión solemne, vino la arremetida inicial
de los que hicieron de la violencia una
fiesta, empuñando toda suerte de armas hasta que fueron repelidos y, algunos
elementos de la unidad militar enquistada en palacio, los exhortaron – apenas -
a salir, como si agradecieran tan estridente visita.
La sesión se hizo con las repetidas y cercanas explosiones y, prestándole
la merecida atención a la oradora, cada diputado estaba predispuesto a detenerlos si
desbordaban al personal administrativo. Fueron recurrentes los violentos del
oficialismo y ya perdimos la cuenta de las explosiones que incineraron y
barrieron del piso empedrado del patio con el estruendo de un asalto que,
recibiendo la colaboración de la GNB, se convirtió en todo un secuestro.
Nadie entraba y nadie salía, formados con sus ornamentales escudos los
efectivos militares en las puertas este y oeste, epicentro ésta de una jornada de la insensatez, sobresegura y
cobarde. Incomunicados, pues, la empresa operadora del móvil celular nunca
responde por las frecuentes caídas del sistema, debíamos pedir el favor de una
u otra llamada a casa hasta que dos horas y tantas después, por una llamada de
Clemente Bolívar, nos enteramos del restablecimiento del servicio: él, como
Sara Lizarraga, estaban a la expectativa para un rescate imposible del
suscrito.
Deambulamos entre el hemiciclo y el resto de los espacios disponibles con
la precariedad angustiosa de la batería del celular, tomando nota visual de los
grupos e individualidades que tejieron la tarde tediosa, a pesar del celo que
tuvimos por cada ángulo que se ofrecía para un disparo. Saliendo por el pasillo
del hemiciclo, de pronto hubo otra arremetida y, entre el gas de las
explosiones, una confrontación desigual con los agresores armados de algo más
que un palo, un tubo o una piedra.
Fueron repelidos y ya pocos tuvimos corbata y saco, todos prestos al debate
final. No pudieron impedir la sesión ordinaria que aprobó la consulta del
venidero 16 de julio, aunque cayeron Américo de Grazzia, Leonardo Regnault y
Armando Armas, entre otros, malheridos, y, después, costó que dejaran salir la
ambulancia, refrendando el acto de responsabilidad histórica en el que
incurrimos.
Volvimos a la faena de la
observación, apenas interrumpidos por los inevitables comentarios e,
incluso, por las cámaras de Capitolio TV. Los había preparados para defender el
palacio con las manos limpias, los más reflexivos que caminaban haciendo alguna
diligencia telefónica, los incurables que abren la puerta de una nevera y no
paran de declarar, los que hicieron una breve oración conjunta en un espacio
del hemiciclo, pero nadie desesperó, excepto una señora – suponemos invitada –
que les reclamó fieramente a los impasibles sujetos de armadura verde oliva, a
punto de perder a cabeza por un trozo de cemento que picó muy fuerte en el
pavimento para despecho del delincuente al que vimos sonreír en la distancia
apuntándonos con el dedo índice: dibujó el cañón de una pistola que, al
pasarlo por la garganta, en vez de
sangre, hizo que brotaran los dientes del retador.
Casualmente, volviendo del baño, nos enteramos de una reunión pequeña en el
hemiciclo protocolar con representantes de las fracciones y, aunque ya no
coordino la que adscribo, me metí y llamé a Juan Pablo García. Hubiese querido
tomar una fotografía o un video, nada recomendable cuando se evaluó la
situación y se decidieron algunas iniciativas: vendrá el día en el que escribiremos
al respecto, ya que no es prudente ventilarlo ahora.
Pasadas las seis de la tarde, se dignaron a la liberación de todas las
personas secuestradas y, demasiada presunción por la protección de la GNB, el
paso de la esquina de San Francisco a la de Pajaritos, fue otra odisea por el
ataque de cohetones, piedras, botellas. Por un momento, nos detuvimos y
volteamos: las armas marcaban la diferencia, porque eran pocos, posiblemente
apresurados en repartirse el botín, si es el pacto, ya que al diputado Regnault
lo despojaron de sus pertenencias personales: la tal revolución satisfizo la
necesidad del agresor por la cartera, el celular, el reloj, el dinero, la
credencial de la víctima.
Los tales colectivos no tardarían en llegar al edificio administrativo de
Pajaritos y salimos por el estacionamiento. Volvimos al lugar dos días después
para una diligencia administrativa, tentados a una hora de consulta en la
cercana sede de la Academia de la Historia, pero – sorprendidos – uno de los
vigilantes por supuesto que desarmado del edificio y otra persona, nos
recomendaron salir pronto, porque hay una cacería de parlamentarios y más aún de los que transitan
las adyacencias solitariamente: ni las oficinas son seguras.
Fotografía: LB, declaración a Capitolio TV (AN, CCS, 05/07/2017).
10/07/2017:
No hay comentarios:
Publicar un comentario