¡Feliz post- cumpleaños, Octavio!
Ox Armand
Lo descubrí en los años ’80 del
ya remoto siglo pasado. Radicalizado por entonces, veía su nombre calzado en la
prensa con sus moderadas opiniones.
Hasta sospechosamente moderadas, diría. Harto celebrado, creo que fue “Corriente
alterna” mi primera y temprana adquisición en la Suma o en la Lectura (cuando
estaba en planta baja del CC Chacaíto). Tenía amigos que lo comentaban con
entusiasmo. No obstante, supe realmente
de Octavio Paz a través de un decisivo ensayo, El laberinto de la soledad, y,
punta del iceberg poético, Libertad bajo palabra. Por eso, me asombraba que, a
la hora de suscribir un documento político de la juventud organizada a la que
pertenecía, los redactores tomasen – además – como epígrafe, un pequeño párrafo
de uno de los artículos más ligeros del
mexicano que estilaba los domingos El Universal de Caracas. Lo firmé porque, ni modo, ¿para qué
engancharse con una discusión banal con los “pacíficos” sobrevenidos?
Lo más caro de la bibliografía de
Octavio, era la poesía. Propia de las grandes librerías, editada
cuidadosamente. Lo más barato, los ensayos. En los remates de libros, como el
de la avenida Fuerzas Armadas, se conseguía con relativa facilidad. En
definitiva, fue una fiebre la que padecí en extremo. Empero, nunca me hizo
experto en Paz. Además, ni por la cabeza se me pasaba comprar esos grandes,
hermosos y lujosamente editados tomos de sus Obras Completas, expuestos en la
Librería del Ateneo de Caracas, ya comenzada la colección, por dos razones:
porque eran muy caros y, se me prendió el bombillo, la Biblioteca Nacional
estaba a la mano. Por ello, puede decirse, a despecho de lo que hay ahora, que
gracias a Virginia Betancourt accedí – incluso – a las primeras letras de
alguien que no dejó de versificar tan espléndidamente, añadiendo el acento en ontológico,
y de opinar, suscitando la coincidencia y la diferencia, generado el comentario erudito.
Por lo general, en las vacaciones
académicas o cuando esa noche no tenía clases, me iba a la Biblioteca de San
Francisco después de salir de trabajar en el tribunal. Hasta podía leer algunos
ensayos, comparando una de las tantas ediciones con la primera. Cirilo, el
referencista tan diligente, compartía la preocupación por la suerte de esas
primeras ediciones. Ya tenía uno o dos
años con el Nobel en su haber. Todos hablaban de él. Pocos lo conocían. Y, hoy, respecto a la poesía, es fácil ir a
las redes como antes no se podía. Y, añado más, Virginia: en la Hemeroteca
Nacional se podía leer la revista Vuelta, apenas con dos o tres números de
atraso (a veces, ¡uno!). Maricarmen, la encargada de la sección, era otra diligente servidora pública como
pocas hoy existen.
Pasan los años. Fueron muchísimas
las fotocopias que guardé para una lectura diferida que, en alguna medida, no
se dio. Cada vez que revuelvo los papeles en casa, sobresalen. Muchos, he
tenido que botarlos. O regalarlos. Otros, quedan para algún día cumplir con la
promesa hecha a mí mismo. Quizá para hacer un ensayo propio. Quizá ya
extemporáneo. Quizá nunca lo haga. Y quizá lo que más me queda de Octavio Paz
es el retrato de una época personal que ya no volverá.
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