El discurso de Luis Castro Leiva sobre el 23 de enero de 1958 (*)
No sería inapropiado comenzar en tono confesional. Después de todo no otra cosa hizo el primer venezolano que escribiera para Hispanoamérica el primer tratado de teoría política que se conoce en nuestra historia. Hablo del prócer Juan Germán Roscio y no, como sugieren el cinismo y pragmatismo políticos del momento, del nombre de algún audaz empresario. De alguien que busque hacer de Servando y Florentino, ex estrellas de Salserín, los futuros concejales de Las Mercedes o que gestiona los derechos televisivos para que la sede del Consejo Supremo Electoral, la de este Congreso, cuando no la de una Asamblea Constituyente, se luzcan en los espacios televisivos de Gigantísimo, en directo, desde Miami. ¿Puede esto extrañarnos? Ni el pasado remoto de nuestra historia política ni el reciente nos desmienten del todo. Salgan los historiadores a rastrear y hallarán el gusto de Guzmán por las estatuas de sí mismo y la Ópera, recordemos la estatua ecuestre del creador de la Gran Venezuela. ¿Acaso no pasamos de este hemiciclo al «Teresa Carreño» para ungir a un Presidente negando así el valor de los símbolos de nuestra cultura republicana? No, nada impide imaginar que la aclamación del próximo presidente cambie la sede de los espacios públicos de nuestra memoria cívica por alguna más ajustada a la exigencia publicitaria de la hora. ¡Malhaya entonces esta hora! Hablo ya en el tono confesional de Roscio; esta es mi confesión: ¿qué hago aquí? ¿quién soy yo para estar ante ustedes?
La primera pregunta no es sólo mía. Se extiende hoy, en forma amenazadora por la mente de muchos venezolanos. En efecto, tal parece haber llegado a ser la percepción moral de la política como oficio y de los políticos como sus profesionales que muchos piensan que a pesar de todo lo que aquí humanamente se pueda hacer para expresar la soberanía legalmente —que es bastante e importante— ya no vale la pena que se siga haciendo. Y, peor aún, se piensa que sería una buena cosa que ustedes no lo siguieran haciendo por nosotros. Estos pensamientos desdeñosos de la democracia representativa, hechos por la alquimia levantisca y demagógica de caudillejos, nos dicen que es necesario reinventar una democracia directa de las masas. Y nos dicen, además, que hay hacerlo fuera de este lugar. Este sueño «anarquista» consiste en que cada quien lleve su silla de congresista —su curul— como quien lleva una loncherita para manducarse la república y formar, en un acto de participación política instantánea, una especie de guarapita cívica, la voluntad general de todos. Y así, desde un patio de bolas o una mesa de dominó, en alguna gallera, dice este robusto sueño anarquista, cada miembro de la «sociedad civil», sin intromisión del Estado ni de los partidos, decidirá por su cuenta y gana lo que mejor convenga para todos los venezolanos. El grito de batalla de esta profecía es simple: la nación es la de quien pueda tener las ganas de encarnarla…
Por lo tanto, y a la sombra pueril de este anarquismo de carne en vara o pasarela, aceptar la invitación que se me hiciera y honrarla, es algo que muchos considerarían la traición más lograda que me habría hecho a mí mismo y también a todos los que NO somos profesionales de la política. ¡Malhaya esta hora de confusiones!
Confieso entonces, como Roscio, que estoy ansioso por criticar tantos prejuicios malos que la sociedad ha entronizado como creencia para caracterizar, denigrando, la idea de la política y la seriedad de su práctica. Digo que es la sociedad la que los ha creado porque es esta sociedad — la que tenemos— la que concibió estos prejuicios, la que los ha hecho propios y ajenos, la que tira la piedra de su moralismo y esconde la mano de su responsabilidad. Somos nosotros quienes hacemos la vida social posible y real, quienes nos educamos en el escándalo, son nuestras las prácticas que hacen y deshacen la política, su tragedia y su comedia. Porque no se equivoque sobre esto nadie, por lo menos no conmigo. La política que tenemos es la que nuestras «representaciones sociales» han hecho posible y afianzado para bien y para mal; y la hechura del mal que no queremos hacer y del bien que hacemos como podemos es tan nuestra como de nuestros mandatarios. Pues, ¿quién si no nosotros somos los habitantes de esta tierra?
Somos los fanáticos del Caracas y el Magallanes —aunque sea yo tiburón convicto y confeso— quienes vamos al estadio de la política a tomar cerveza, a chacotear y a nadar en obscenidades mientras nos divertimos y a elegir festivamente a nuestros representantes o ver pasivamente desde nuestras casas lo que hacemos y dejamos hacer que se haga con nuestra desidia. Es bueno entonces ponerle freno al deleite irresponsable que busca eludir el ser que somos, como si los políticos fueran unos esclavistas y nosotros todos los cautivos miembros de una azotada caravana negrera.
Así, mi primera pregunta —¿qué hago aquí?— cambia de sentido: estoy aquí porque tengo que estar aquí. Porque a partir de la invitación que se me ha hecho es mi deber estar aquí y porque quiero decir lo que pienso como ciudadano, porque no quiero que me roben la expresión de mi voz ni la dignidad que la democracia venezolana recuperó para ella a través del ejercicio responsable y racional de MI libertad y de la de todos. Y si estoy aquí no es para traicionarme sino para actuar políticamente, como titular de un número de identidad de una cédula diez años vencida, pero que nunca ha dejado de votar para defender mi idea de ser quien soy, posibilidad moral que me da, entre otros, un articulito de nuestra Constitución, la de mayor vida institucional de la historia de Venezuela, aquel que dice: «El gobierno de la República de Venezuela es y será siempre democrático, representativo, responsable y alternativo» (Constitución Nacional, art. 3).
La segunda pregunta —¿quién soy yo para estar aquí?— es más grave para mi confesión que la primera. Y es que no he sido nunca algo distinto de lo que he pretendido ser toda mi vida. Soy apenas o nada más que un profesor universitario. No debo entonces este lugar al hecho de haber sido alguna vez jefe civil, prefecto, diputado, senador, embajador, ministro, miembro de partido, ni rector, ni decano, ni director de escuela, ni siquiera representante de FAPUV. Ah, olvidaba decirlo, tampoco he ganado ningún concurso de fisioculturismo o de halterofilia lo que quizás me hubiese calificado para aspirar mucho más que ser el orador de orden… Nada. No tengo entonces las credenciales que requiere la elocuencia de esta tribuna; como evidencia alego en mi contra la lista de honor de predecesores: Senador Miguel Otero Silva, Dr. J.L. Salcedo Bastardo; Dr. José Antonio Pérez Díaz; Dr. José Guillermo Andueza; Dr. Raúl Leoni; Dr. Rafael Caldera; Dr. Gonzalo Barrios; Dr. Pedro Pablo Aguilar; Dr. Hilarión Cardozo; Dr. Alejandro Rodríguez Cirimele; Vicealmirante Wolfgang Larrazábal…
Siento entonces escozor al oír el ruido de mi voz. Y en mi fantasía de orador solitario —allá, bajo la regadera de mi casa— crecía en mí cierta sensación de vergüenza al reparar en la gravedad de la cita. Vergüenza que se agudizaba con el avance de las horas en forma de pregunta: ¿cómo hacer, me decía, para rescatar la dignidad de la política no siendo político de profesión y aceptando que yo mismo la he visto caer en la indignidad de manos de quienes la ejercen? Entonces vi que mi radical anonimato parecía una señal que la Providencia me enviaba. Al fin se me daba una oportunidad para pelear con los tiempos del desprecio hacia la profesión del político y con ello hacia la democracia ante la Nación que somos todos nosotros. El Cardinal Newman vino en su Apología pro vita sua a reflejar mi caviloso estado de ánimo:
«Tal era el estado de mi mente, tal y como se hallaba desde hacía muchos años, cuando [...] me vi inesperada y públicamente necesitado de asumir mi defensa y me fue dada la oportunidad de alegar mi causa ante el mundo y, como parece que ocurrió, con algún prospecto de ser escuchado imparcialmente» (p. 4, Apología pro vita sua).
Y es que el desprecio de la política es un hecho social demasiado grueso y negligente como para pasarlo por alto; demasiado ominoso para no verlo a la cara. Tal es la dimensión del mal de que hablo que los gestores de la publicidad de la nueva idea de la política criolla se han empeñado en disfrazarlo: cultivan la «antipolítica» como un modo de prolongar la indignidad en que tienen el oficio. Y llegan a decirnos estos capitanes sin estrellas, que el mejor modo de organizar el concurso de credenciales para llenar el vacío de poder moral y político que dejará la autoridad del Presidente Rafael Caldera al término de su período constitucional es, precisamente, la «frescura» que daría la falta de experiencia, la inexperiencia o la incapacidad para tener ninguna experiencia — para no decir nada de la mala experiencia. Tres o cuatro indelebles atributos que parecen constituir aquí y ahora, para muchos de ustedes, las únicas condiciones para hacerse del Ejecutivo e intentar llevar a cabo ese arte tan fácil que es el arte de gobernar esta república y sus problemas. ¡Malhaya la hora que suena este aniversario!
Es verdad que en esto algo ayuda el «oximorónico» argumento que nos dice que no se requiere de preparación para ser presidente de Venezuela, y que a la luz de algunas gestiones presidenciales del pasado remoto y reciente, la «evidencia empírica falsable» habría revelado una generalización que satisface a más de un comando de campaña y a su enjambre de encuestólogos analistas. Este oxímoron dice así: «En todas aquellas circunstancias en que las variables de la inteligencia y la preparación se comparan en función con la aptitud para gobernar, allí se descubre, si otros factores no alteran las condiciones iniciales de la comparación, que no es necesario ser inteligente o estar preparado para gobernar, y que ni siquiera se recomienda poder pensar para dirigir los destinos de cualquier nación». Basta que cualquiera sea sido escogido por las encuestas para que se especule con sus acciones de poder en el mercado de una legitimación mercadeable. A la luz de este razonamiento especioso ¿qué duda cabe que cuando Hitler, hecho ya Canciller, glorioso constructor de autopistas en contra del desempleo e invasor de Checoslovaquia, estando por las nubes en las encuestas, ya había pensado lo mejor para la suerte de los judíos? ¿Qué duda cabe que Perón era amado del Soberano —metáfora que resume el pueblo en las corridas de toros y en la política, y a veces en ambas cosas— y que aquí había una canción que se coreaba en el estadio de pelota donde se aclamaba al General Marcos Pérez Jiménez como Presidente Constitucional? («General Marcos Pérez Jiménez, Presidente Constitucional elegido por el pueblo con orgullo nacional, el pueblo entero te aclama»).
Pero, verán Uds. conciudadanos —y quisiera pronunciar esta última palabra con aquel énfasis con que se le oyera a Rómulo Betancourt después del atentado de Los Próceres—, yo apenas soy un elector quien no quiere dejarse subyugar por el poder de la opinión que ustedes —mis representantes— obedecen demasiado ciegamente , y que por ello, sugiero, nos hacen mal a nosotros, a ustedes, a la política, a la república, a la democracia y a la Nación… Cesen entonces de escuchar lo que sólo a ustedes les interesa y oigan lo que les dice la razón.
Y es que ustedes tienen la obligación de pensar no la de hincarse ante la opinión; tienen que convencernos con argumentos y ejemplos probos que son dignos de la confianza que les entregamos. Tienen que deliberar bien y derechamente para que podamos sentir todos que la delegación de nuestro poder, nuestra representación, no será usurpada por la sinrazón. Y así entonces, encaramado en esta oportunidad que ustedes gentilmente me habrían dado, quisiera soñar que se ha alzado ante ustedes la voz de los miembros de la idea de la Nación y, ¿por qué no decirlo?, la voz de quienes construimos la feliz y a veces infeliz ficción moral de la Soberanía popular que ustedes y nosotros pretendemos encarnar sin trancazos ni realazos. Y por ello solicito anuencia para asumir mi derecho—nótese el decoro ciudadano de que hago gala— para decirles cosas de cierta gravedad: ustedes no han hecho ni hacen lo que de ustedes se necesita y espera; no hacen las cosas mínimas que con urgencia se requiere hacer en política y todos así lo hemos permitido. Pero no soy yo quien imagina esto. Vean cuánto han cambiado las cosas desde aquel primer 23 de enero a esta parte. Permítanme que a través de la palabra de la Nación les recuerde a sus representantes cómo era el estado de la política criolla un año después de aquel enero de 1958. Oigan la seriedad de las acusaciones que el tiempo les espeta. Mediten la profundidad de nuestras responsabilidades conjuntas, las de la política y las de la sociedad que la edifica. Escuchemos otra voz. Es una voz singular. Está ya desaparecida. Perteneció a la de un miembro de la llamada «generación de 1928», esa generación que ahora se denigra y que yo defiendo por comparación de educador ante el incontenible avance del papiamento mental, el narcisismo tecnocrático y analfabetismo utilitarista de buena parte de las élites criollas posteriores a 1958. La voz de que hablo es la de un verdadero «editor» de periódico, Miguel Otero Silva. El senador Otero Silva, entonces orador de orden del 23 de enero de 1959, hacía este recuento acerca de las disposiciones morales y políticas de la Nación que se libró de su último tirano:
«Venezuela está orgullosa de sus partidos políticos porque a ellos debe, fundamentalmente, la reconquista de sus derechos y sus leyes. Está orgullosa de Acción Democrática, esa gran organización política que soportó durante diez años el peso de la represión más despiadada, de la persecución y el ensañamiento, de las torturas y el asesinato, del furor desenfrenado de un déspota que había jurado pulverizarla y que apenas logró que se curtiera…Venezuela está orgullosa de Unión Republicana Democrática y de Copei, partidos que supieron usar con inteligencia y dignidad el margen de legalidad que les concedió la dictadura…orgullosa del Partido Comunista de Venezuela, de su infatigable labor organizativa…» («Discurso de Orden», Gaceta del Congreso, mes 1, 23 de enero, No. 3, 1959, p. 19).
Y aquel orgullo se amplificaba para incluir más fuerzas nacionales (la Iglesia, las Fuerzas Armadas, los estudiantes, el pueblo llano, etc.), pero destacando antes la clave del triunfo logrado por aquella pasión victoriosa: la necesidad de la unidad, la eficacia práctica de la idea de Nación. Oigamos de nuevo a Otero Silva discurrir:
«La unidad de los partidos hecha presencia real y no consigna verbal en el seno de la Junta Patriótica, trajo consigo como consecuencia lógica la unidad de los sindicatos obreros, la unidad de los intelectuales, la unidad de la nación entera a la luz de la decisión enfurecida de echar de esta tierra al tirano y a su cortejo de rufianes y verdugos» («Discurso de Orden», op. cit., p.20).
Quien escucha esas palabras hoy no cree lo que dicen. Se oyen como si esa Venezuela nunca hubiese existido. Compárense los tiempos; véase como la muerte de la memoria y de la inteligencia la hemos dejado los venezolanos llegar hasta el presente para que en la mentalidad ingenua y sumisa, hecha de fragmentos de los medios, la juventud piense que Pérez Jiménez es apenas un gordito bonachón que nos alecciona por la TV desde su buhardilla de escritor en Madrid. ¡Malhaya la hora que hace que las sombras de estos oficiantes de la desmemoria cultiven con tanto esmero el arte de despreciar a nuestros muertos: el Senador Miguel Otero Silva, el que echó esta ceremonias a rodar por los anales de nuestra memoria democrática, no merecía tanto olvido de la prensa!
II.—Recurro entonces al tono confesional del prócer Roscio para que quizás aprendamos a recordar lo que mejormente hemos olvidado. Abramos el seso a la historia seria. Pensemos lo que es llegar a ser una república y en el proceso construir en ella una democracia. Pensemos lo que habla el Senador Otero Silva, en la inteligencia y desprendimiento de los partidos políticos, en su sacrificio; pareciera una prehistoria. Pero no lo es. Es la historia de nuestras vidas; y si ésta ha llegado a ser un sueño es porque nos empecinamos en cavar nuestras tumbas en el olvido. De tal suerte que si logramos disipar este estado de cosas y vemos el papel de los partidos políticos a la luz de lo que los historiadores llaman una «coyuntura» o un proceso de «larga duración», digamos dos siglos, la historia de esta Venezuela y sus cuarenta años de democracia lucen muy diferentes a como nos lo presentan, irónicamente, la cultura de los medios. En efecto, Roscio, el fundador de la idea de república en Venezuela, ese católico singular y testarudo, intentó lo imposible desde otra idea de «opinión pública». Quiso hacer posible en paz el goce de la libertad en una república que fuera, en principio, igual por lo menos a dos de los cuatro atributos que hoy la definen en nuestra Constitución.
Primero, que fuera una forma de gobierno representativa, esto es, que aquí hubiesen representantes de nuestra voluntad (de la de todos) en el oficio de gobernar, es decir, políticos de profesión que se llamaron nuestros «apoderados» o «representantes» en el deber de la política; segundo, que esa república fuese popular, lo que significaba excluir cualquier tipo de monarquía. Ahora bien, aquel comienzo no fue «democrático», en el sentido usual que tiene esta palabra. Sólo votaban unos cuantos y no estaban incluidas las mujeres, ni los analfabetos. Pero fue de esa manera que comenzamos a rodar la piedra de la igualdad y la libertad en nuestro mito de Sísifo. Desde aquel entonces, dando tumbos, con caídas y muertes, quisimos y todavía queremos lograr dos cosas que nos obseden: ¿cómo llegar a ser una verdadera república y cómo realizar en ella la democracia? Contemplando de este modo los doscientos años de este teatro mítico universal, podemos aprender a recordar para hacer mejores comedias y tragedias de la vida cívica que nos hemos tratado de dar, aquella que se nos depara, que nos espera y que sin querer y hasta queriendo le deparamos como fatalidad a nuestros hijos.
La saga moral y política de la república en Venezuela es esa. Esa «vida en común» que por naturaleza somos y que a través de la historia de mis muertos ha escogido mi destino antes de que pudiera intentar escoger yo el mío; esa «vida en común» que ahora quisiera yo hacer vivir bien, derecha y rectamente para todos, con cierta dignidad y respeto por el serio oficio de la política y de los políticos. Para que los que vienen después puedan apreciar el esfuerzo mío y el de mis antecesores, como yo aprecio el de Roscio, el de Miguel Otero y no el de Pérez Jiménez, pero que la realidad que veo hecha por ustedes y que padezco pareciera empeñarse en negarme de nuevo y tal vez negarle a los que vienen.
Ciento ochenta y ocho años han transcurrido desde la Primera República que tuviera esta república y, confesional yo, descubro que en la vida de mi familia, como en la de muchos de ustedes y de quienes tal vez escuchen, se puede llegar a oír la algarabía de la fusilería lejana; la balacera y el correr de la sangre. Escucho el rítmico arrastrar de los grillos de nuestro muchos presos del pasado, la abundancia del odio, la bulla de la lujuria de los desmanes del poder, la injusticia, el robo de los dineros públicos, el hambre y la brutal sencillez de un movimiento pendular en la teoría clásica de las formas de gobierno: del gobierno de uno se pasaba al de unos cuantos, del de unos cuantos al asalto del de todos; de la tiranía a la oligarquía, de la oligarquía a la democracia como oclocracia, y así sucesivamente. Así había sido la vida de esta república.
Pero un día, ciento cuarenta y ocho años después del comienzo de que les hablo, luego de más de cincuenta revoluciones y pronunciamientos, luego de más de veinte constituciones «postizas», como las llama el Presidente Caldera, de afeites institucionales y algunas Asambleas Constituyentes —si es que he de seguir la cuenta desde donde la dejara quieta Antonio Arráiz, ciento cuarenta y ocho años después, digo, a mí, a este cristiano que les habla a ustedes, a sus amigos y a su propia familia, a muchas familias se nos devolvió, el 23 de enero de 1958, el sentido de nuestra vergüenza hasta entonces perdida en la indignidad de una dictadura más. Nos vino devuelta a través del poder del sufragio y de los partidos, de aquellos partidos que conscientes de su prudencia, atentos a la inteligencia de la circunstancia, forjaron el Pacto de Punto Fijo la decisión política y moralmente más constructiva de toda nuestra historia: no un «festín de Baltazar», ni un pacto entre mafiosos. Fue la construcción racional del camino para pasar de un voluntarismo político sectario a la realidad de la división del poder político como condición necesaria, nunca suficiente, para el funcionamiento de la democracia representativa consagrada en la Constitución de 1961. Con claridad Juan Carlos Rey Martínez, tal vez nuestro politólogo más prudente y perspicaz, vio en ese pacto el inicio de las posibilidades reales para el funcionamiento del «sistema populista de conciliación» que hasta hoy nos rige. La república se hacía. Al fin su constitución política se relacionaba con una razonable idea de constitución real. Pero ese logro considerable, tan difícil de alcanzar, ahora, en un empeño tan suicida como pueril, pareciera que queremos desconocer como si Venezuela hubiese gozado de doscientos años de estabilidad política bien ganada.
Óigase bien, 148 años nos ha costado empezar a descubrirnos capaces de confiar en nuestras facultades para ser libres. Más de medio siglo para aprender que se puede «vivir en común» (en república) sin tener que obedecer ya más al poder del silencio y la mandonería; sin el temor a que el miedo nos prohibiese entrar y salir de nuestra voluntad para razonar con ella y así enseñar nuestro pensamiento. Ese «espíritu del 23 de enero» nos dio entonces causa para la libertad y causa de orgullo para pensar que había maneras de discernir moral y políticamente la calidad de la paz en historia.
Porque permítanme decirlo con rabia comedida, como si estuviera en combate, como si hoy fuera la celebración de mañana en el pasado, de aquel funesto 24 de enero de 1848 cuando asaltaron el congreso. Imaginemos un día de amenaza, que algún tanque está por entrar a este recinto para acabarlo. Mi rabia asciende porque también creo que combato en mí el desgano, que combato la beatería de las encuestas, la tiranía de la opinión, la ligereza de juicio del moralista de oficio o la del notable estatuario, el denunciador reaccionario de vocación, permítanme entonces la licencia de una grosería: ¿Es que acaso, carajo, no vamos a respetar algún día el significado de nuestros muertos civiles? ¿Es que no hay manera de gritar que sí hay y tiene que hacerse patente a la conciencia cívica la diferencia moral y política, de naturaleza sustantiva, que hay entre la paz de Páez, de Monagas, de Guzmán Blanco, de Crespo, de Castro y Gómez, de Pérez Jiménez y esta otra paz que comenzamos a labrarnos hace cuarenta años aquel 23 de enero de 1958?
Esta es una paz del todo distinta, tal vez no menos costosa en vidas y esfuerzos, cierta y locamente dispendiosa, pero sobre todo es una paz marcada por una razón en todas las demás inexistente: en ella hemos instalado la razón de la libertad y el deseo de construir sobre ella y sus otras libertades el auténtico significado de una sociedad civil. Esta paz democrática, aquella que fuera conquistada por las Fuerzas Armadas y la tenacidad de Rómulo Betancourt, la que venció a las guerrillas mentales y montaraces, y que ha sido dos veces garantizada por Rafael Caldera, esa paz es una muy distinta a todas cuantas habíamos logrado hasta ese 23 de enero. Y es, me atrevo a decir, hasta diferente de aquellas que actualmente nos rodean en el hemisferio. ¿No nos hemos ahorrado acaso la tragedia y comedia a la que ha llegado la Cuba revolucionaria, esa Esparta tropical cultora de su Comandante? ¿De cuál redención hablará ahora el Hombre Nuevo de la revolución cubana cuando lo que queda de él, cercado, escucha el evangelio de la idea de hombre más vieja de la tierra, vestida de santidad y prendida al trueno de una voz que parece un suspiro y que le enseña a todos los cubanos —y también a los norteamericanos— que los valores de la paz y del espíritu son los de la esperanza?
¿Es que hemos olvidado que aquí no tuvimos necesidad de la heroicidad cívica de Allende ni tampoco tuvo la democracia cristiana que ser insultada, como lo denunciara con tanta saña la derecha ultramontana de Chile, por tener un supuesto Kerenski, minutos antes de que los soldados descendieran de sus cuarteles? Esto bastaría para no dejarnos confundir por nuestros acráticos excesos y sus titulares de prensa. Allí, en el sur de este continente, en lo que era el ejemplo de la obsesión suiza de los sabios políticos victorianos de comienzos de este siglo, en el Chile de hoy, todavía está de custodio del orden un militar, un general que aún administra el miedo en unas instituciones supuestamente mucho más democráticas que las nuestras y que ahora se debaten por rescatar su dignidad. Y esa misma sociedad, nadando en la plenitud de su opulencia, para felicidad de los recalcitrantes y simplistas monetaristas que tenemos aquí —que no han estudiado nunca en Chicago—, aún ese Chile de hoy prudentemente se debate entre la disyuntiva de saber si debe o no reconocer el poder de la justicia para aprender a olvidar con dignidad su desvergüenza o si debe tan sólo reconocer la verdad para aprender a perdonar sus matanzas. Ese dilema no lo tenemos nosotros. Se lo dejo íntegro como regalo a la adoración de los sacerdotes del milagro económico de la república de Chile.
Por su parte, considérese la suerte de la Argentina. Veamos en ella cómo la sombra de varias decenas de miles de muertos y desaparecidos emblemáticamente se congregan como una iglesia en la mirada de los ojos inocentes de esa carita infantil, de ese rostro de eterno adolescente que tiene el Capitán Astiz. Pero todavía hay más. Otros sueños de energía, macha y reaccionaria, más bolivarianamente cercanos a nosotros, nos atraen. ¿Acaso no se dijo y habló por las calles y los corrillos de esta ciudad, en la llamada «opinión pública» de nuestro país, que nuestro Congreso muy bien podría suprimirse para así poder repetir el ejemplo de ese príncipe «renacentista» japonés que con su audacia y ejército vela por la paz de la república macroeconómica del Perú? ¿Y qué decir de la vecina Colombia y de los afanes que devoran su esfuerzo heroico por ejercer su soberanía interna y externa?
Buena parte de la «vida en común» de Colombia, me atrevo a decir, está fragmentada. La guerra la desgarra en considerables extensiones de su territorio; la droga se cultiva allí para que en el norte se consuma como el trigo. A sus políticos se les acusa y denigra, con o sin fundamento; a sus candidatos presidenciales se les asesina y, para colmo de males, a sus militares y magistrados, hasta su propio Ejecutivo se le niega visa y a todos se les tiene como perros en cuarentena ante la vista silenciosa y expectante de todas las demás repúblicas de este continente. Washington le valdrá a cualquier gobernante de Colombia siempre algo más que una misa. ¿Son esas entonces las paces que queremos?
Pues no. Aquí, afortunadamente, a pesar de que la inflación esté exigiendo su inclemente tributo, en medio de los rigores de éste y otros ajustes, haciendo concesiones al probado talento que tiene nuestra sociedad por la imprevisión e irresponsabilidad, pese a la ignominia de nuestras cárceles y prisiones, aquí, sí, aquí, en esta tierra digo, para defendernos de nosotros mismos, aquí digo que es preciso defender el logro más importante de nuestra sociedad en ciento ochenta y ocho años de historia republicana: la idea y la práctica de «vivir en común», en paz, intentando hacer en una república una democracia. Aprendiendo a vivir mejor en un sistema político de partidos —sistema que está por redefinirse en sus bases, ideas y prácticas— en una democracia representativa, popular, como la que tenemos y que hasta ahora hemos preservado tan bien o mal como hemos podido.
Pues bien creo haber insistido en la importancia de la paz, pero me sentiría más tranquilo si hubiese hecho alguna mella en la conciencia al obligarnos todos a discernir la diferencias entre las paces en la historia. Porque la tentación más grande que nos acecha es que por no hacerla tan próspera y productiva como debiéramos venga la creencia autoritaria montada en el caballo de un «gendarme necesario» a ponernos de rodillas para darnos de comer. Quiero la paz, pero no a cualquier precio; mucho menos si el que hay que pagar es el valor de la libertad. ¿Cómo hacer para evitar entonces la tentación conservadora que nos inclina a desear volverlo todo a empezar?
III.—Una vez, hace mucho tiempo, cuando todavía había reinos políticos en el mundo como Dios mandara, y la idea de nación no se había hecho idéntica en su asociación con la idea del Estado, hacia finales del siglo XVIII, un cura francés inventó la idea de la nación moderna. Gracias a las labores de uno de mis estudiantes he aprendido a comprender mejor el significado de la obra del Abate Sieyès. No necesito mencionar aquí la importancia de Sieyès. Hablo ante un Congreso que pese a los juicios adversos acerca de la calidad intelectual de su composición sabe que hablar de la idea de nación implica considerar el legado de Sieyès. Pues bien ese curita se formuló retóricamente tres preguntas en un panfleto célebre titulado ¿Que es el tercer estado? Y dio tres respuestas tajantes: «¿qué es la Nación?: todo; ¿qué ha sido ella hasta el presente en el orden político?: nada; ¿qué exige ella?: llegar a ser algo». Yo quisiera remedar a Sieyès imaginando que la democracia es hoy para nosotros lo que para él fuera la nación. Pregunto y respondo entonces:
¿Qué es para nosotros la democracia?: todo ¿Qué ha sido ella hasta el presente en el orden político de la nación llamada Venezuela?: casi nada, pero lo suficiente como para que haya dignidad en la tarea de hacerla mucho más que algo ¿Qué exige ella de nosotros?: una mejor manera de ser ese «todo» que ya habría llegado a ser para nosotros…
¿Qué celebramos hoy entonces? Mi respuesta es simple y mi dolor grande: celebramos el olvido.
No cabe duda de que hemos aprendido bien a educar el olvido. Fue necesario obligarnos a rememorar. Hace apenas unos días que despertamos a su significación. El «espíritu del 23 de enero» lo guardábamos demasiado bien en la desmemoria. Quizás tanta amnesia se deba a lo que ha dicho Manuel Caballero:
«Acaso lo más importante, y lo más característico del régimen político inaugurado en enero de 1958 sea su permanencia. El 23 de enero de 1958 se cumplen cuarenta años de su instauración, lo que lo convierte en la dominación más larga en la historia de la República de Venezuela: el liberalismo paecista duró 18 años (1830-1848): el liberalismo guzmancista otros tantos (1870-188); el gomecismo, incluyendo al castrismo, 35 años (1899-1935)». (Manuel Caballero, Las Crisis de la Venezuela Contemporánea (1903-1992), Caracas, en imprenta, 1998, p.198).
Y entonces, plantados en la seguridad de tal falta de memoria colectiva, vemos trepar en la atención una ironía y el conflicto que suscita su interpretación. ¿No será, pregunto, que la mejor celebración que se le puede hacer a la democracia es que hayamos olvidado que una vez tuvo entre nosotros comienzo? ¿Será demasiada perversidad imaginar que nuestra desmemoria sea la causa que nos explique por qué hemos llegado a despreciarla tanto? Lo hacemos a diario. Odiar la fuente de nuestra identidad política colectiva, odiar nuestra república como forma de «vida en común» y escupir la democracia, que es metafóricamente su espíritu, es infligirle afrenta a nuestra propia identidad personal.
Extraña paradoja entonces: durante casi dos siglos nos hemos devotamente entrematado para lograr la libertad de que gozamos y ahora que la tenemos, tan bien o mal como nos luce, pareciera que queremos empeñamos en caerle a patadas a la fuente que nos depara la posibilidad de ser nosotros mismos quienes somos. ¿Cómo explicar la paradoja? Pensemos, consideremos la militancia del odio a la democracia en la sensibilidad moral criolla.
Las entrevistas a Pérez Jiménez, las lamentaciones de lo que pudo haber sido y no fue el camino perdido del medinismo, la denuncia del atajo insurreccional del ’45, la traición a Gallegos, todo ese pasado es pasado muerto; existe sólo para complacer las preventas de las telenovelas. El olvido en la memoria no nos estaría entonces traicionando. Nos estaría afirmando que puesto que la democracia es ya «todo», es preciso solamente que sea algo más y diferente de lo que ha llegado a ser. Y mientras tanto, nos dice esta conseja desmemoriosa, uno se puede divertir viendo películas mentirosas y estridencias sensacionales. Ese desprecio ritual a la democracia sería inocuo, apenas la catarsis en el olvido de laureles soñolientos.
Con esta respuesta se tranquilizarán algunos modernizadores a ultranza de nuestra economía. Pero es esa una respuesta ingenua y su ingenuidad, sugiero, es fuente que denuncia la naturaleza de la sociedad que somos, independientemente del gobierno que tengamos. Y aquí es preciso, una vez más, que la sociedad vuelva a mirarse a sí misma antes que proceder a renegar de su retrato en lo que dice que piensa de los políticos y la política; en el fondo sería lo que piensa de sí misma. No, sin modos acertados de recordar para juzgar las acciones y pasiones de los seres humanos en la historia, profanando tumbas recientes, nuestra cultura delata su precariedad moral y el sentido de su indolencia.
Sin embargo, por más ánimo pedagógico escarmentador y celoso que se ponga en enseñar a los miles de votantes jóvenes que nosotros, sus padres, también tuvimos padres y madres, y que éstos, a su vez, tuvieron los suyos, y que la historia no empieza ni termina con su vanidad existencial ni con el entusiasmo de su candor, por más severidad que haya en la tarea de recordar el pasado, debemos rendirnos ante la evidencia escueta de que no lo entienden bien o que no lo entienden del todo. Creen que no hay ni ha habido historia: ese «todo» que se supondría que es la democracia no lo aman. Pareciera que lo odian. Y, más doloroso aún, ese odio —tan de clase media alta y baja— es un odio para con nosotros y con todos los que nos han precedido hasta aquí. Usan y abusan del esfuerzo de nuestro esfuerzo y el de quienes hicieron lo suyo. Pero no sucumbiré aquí a la fuerza particular de un viejo mito que tuvo su alborada en las boinas azules de Andrés Eloy Blanco y en la generación del 28, a la idea, hoy reñida con la realidad, de que la juventud tiene un derecho natural a denunciarlo todo porque está impoluta en su comienzo. Si así fuera reclamo entonces un equivalente derecho, no menos natural, para decirles que aprendan a pensar antes que a sucumbir a los lugares comunes y prejuicios de su cultura para esconder mejor la audacia ignara de su insolencia reaccionaria.
No, el olvido de que hablo es apenas, en esa su más cruel ironía socrática, una verdad a medias: que la democracia se puede dar por sentada es algo positivo, concedido, pero que por ello se permita uno denigrarla es más que una afrenta, es sencillamente una imbecilidad. Y es que esa misma cultura política que produce el desprecio de la democracia cultiva una pareja adoración por la «personalidad autoritaria» y por el romanticismo de asonada, real o imaginario, que luego arrima mansamente a la sombra de un paternalismo de Estado. No, en el olvido no se halla la clave de lo que celebramos, sólo se hallan caminos para su perdición.
Pero entonces, ¿para qué celebrar lo ocurrido aquel enero del ’58? ¿Qué hacer para protegernos de la fuerza de tanta desmemoria?
La respuesta es elocuente: que dejemos ya de celebrar el olvido. Que ustedes, ciudadanos representantes, políticos de profesión y oficio, controlen sus pasiones, midan sus acciones y descubran para nosotros que todavía la política es una práctica humana, que todavía depende para ustedes de la virtud tanto como del vicio y que su responsabilidad se juega moralmente en sus decisiones. Sólo así, pienso, podremos soñar con cuarenta años más de democracia.
Pero para que esto sea posibilidad real y no una ilusión es preciso acordarse. Crear un pacto político nacional, análogo en cuanto a sus bondades de aquello que, en su momento, representara para la Nación el Pacto de Punto Fijo. Defínanse allí consensualmente el conjunto de las políticas públicas más importantes que puedan garantizar, sin demagogia, el futuro de la democracia en la República de Venezuela. Legisladores no hagan leyes, legislen…
IV.—Estamos viviendo en paz después de los sucesos del 27 de febrero de 1989, cuando nos deleitamos ante la debilidad de nuestra prácticas, costumbres, usos y convenciones sociales, cuando vimos al desnudo la miseria a la que han llegado nuestro derecho y sentido de la justicia. Vivimos en paz después de dos intentos de golpe y más de una conspiración de palacio, después que la aviación intentara bombardear a Miraflores. Estamos en paz.
Pero la paz que tenemos y la democracia que he querido celebrar a contracorriente de los prejuicios de la hora, pareciera que necesita que le recuerden a uno, simple ciudadano, que les recuerden a los representantes de la Nación, que ellos son representantes de la nación y no empresarios de aventuras. Que son legisladores y no inventores de fantasías institucionales como la que podría resultar al querer construir otra república más boba que «aérea»: pasar de un régimen presidencialista a uno parlamentario en medio de una descentralización como la que hoy tenemos y unas disposiciones morales como las de nuestra historia. Proponerlo conscientemente es una temeridad, hacerlo un suicidio. Todo en nuestra cultura y antropología políticas indica que las presidencias se inventaron en Venezuela, en esta república, para que las pudiera y supiera asumir alguien con «carácter», en el sentido clásico de este concepto y no como si se tratara de un guapo o de una quimera.
Quizá convenga cerrar esta celebración recordando aquello que no se lee con frecuencia hoy. Algo me dice que a pesar de las incontables veces que lo he escuchado decir es sólo ahora, tarde en mi vida, confieso, que lo puedo enseñar. Me refiero a la importancia de la unidad y al encuentro con el orgullo en la democracia de mi nación, de mi patria. Sé que unos tiempos se han ido y que los que tengo son distintos. Pero ¿no ven ustedes como veo yo el asomo de la amenaza, el acecho del vacío que nos embosca? Para que no suceda lo que temo sería acaso demasiado pedirles —si no yerro en el juicio— que pensáramos en la posibilidad de hacer ahora lo que antes hicimos para vencer el miedo y nuestra discordias en nombre de la libertad. Escuchemos nuevamente al Senador Otero Silva:
«En tanto que los paridos separados por grietas y abismos cavados al fragor de divergencias anteriores, se mantuvieron combatientes desde trincheras individuales, cada uno con su táctica, cada uno con sus propósitos, mirando de reojo al aliado como si fuese un adversario, tan sólo lograron llenar las cárceles con sus dirigentes más capaces, de ofrendar la vida de sus capitanes más decididos».
(«Discurso de Orden», op. cit., p. 20).
¿Y si no lo hacemos? Crecerá la incertidumbre. ¿No vemos acaso cómo se han debilitado los partidos?
Vine aquí hablando en tono confesional. Con la misma voz me voy y me digo para que lo escuchen todos, yo quisiera pensar que a todos nos une por lo menos esta elemental idea de Otero Silva:
«Se equivocan los derrotistas y los malintencionados que pronostican el advenimiento de golpes de estado y de nuevas dictaduras en nuestro país. Al presente gobierno constitucional no lo tumbará nadie, ni tampoco tumbará nadie a los subsiguientes».
Esas palabras casi las vi desmentidas. Para que no siga teniendo razón Otero Silva es necesario que la política vuelva a ser cosa seria y digna y que, por consiguiente, la sociedad de esta nación asuma con más responsabilidad sus deberes y aprenda a encarar los beneficios de esta paz que tenemos.
La paz de la democracia es un bien inestimablemente mejor que el de cualquier forma de opresión organizada…
Evitemos que otra vez tengamos que celebrar el olvido.
(*) Discurso de orden pronunciado el 23 de enero de 1998 ante el Congreso de la República de Venezuela.
http://prodavinci.com/2013/01/23/actualidad/el-discurso-de-luis-castro-leiva-sobre-el-23-de-enero-de-1958/
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