viernes, 2 de mayo de 2014

SEIS NOTAS RIVEREÑAS

EL NACIONAL - Lunes 03 de Febrero de 2014     Opinión/4
Libros: Elías Canetti (I)
NELSON RIVERA

A priori uno puede creer que se trata no más que del amor fallido entre Kafka y Felice Bauer, y así entregarse a leer las Cartas a Felice bajo la expectativa de volver a encontrarse con la luz inaudita de la prosa de Kafka. Pero al poco rato uno puede sentir la incomodidad de estar en lugar inadecuado.
Metido en turbulencias ajenas.
Leyendo unas cartas que han podido permanecer fuera del alcance de los lectores. Puede uno preguntarse incluso cómo fue posible que la relación imposible entre ambos se extendiera más allá de unos pocos meses. También puede ocurrir que junto con verificar su genio sin fecha de caducidad, uno le abra la puerta a la sospecha de que los tormentos del caballero Kafka podían adquirir las proporciones de lo canallesco.
Si leerlas de punta a punta requiere de aliento y de una curiosidad de piernas firmes, estudiarlas y escribir sobre ellas como hizo Elías Canetti en 1968 tiene algo de pasión impenitente: la voluntad de la mente lúcida volcada sobre su objeto ("El otro proceso. Las cartas de Kakfa a Felice", forma parte del volumen 9 de las obras completas de Canetti, publicado por Debolsillo, Random House Mondadori, España, 2013).
La devoción de Canetti por Kafka no compromete su sentido de la distancia: nada de lo que relatan las cartas a Felice, de lo que significan o de lo que intercambian con las otras escrituras de Kafka, queda fuera de su voluntad de intérprete. Canetti no se aparta de sus propias emociones: también lee con el corazón. Registra las temporadas, las tempestades y los pocos días amables que compartieron Kafka y Felice a lo largo de los años. Que hay una inteligencia que parece especialmente configurada para hacer indistinguibles las sensaciones de las ideas, lo prueba este deslumbrante ensayo de Canetti (1905-1974). Canetti firma una hipótesis central en su ensayo: que las cartas, especialmente en dos épocas, fueron fuente vivificadora de la labor creativa de Kafka. "El otro proceso" se refiere, en concreto, al modo como el infeliz episodio que involucró a Felice y a su amiga Grete Bloch, se proyecta en El proceso. Antes, al comienzo de la relación entre ambos, Felice habría sido el dínamo que dio alas al productivo Kafka de 1912. Lean a Canetti: "El grado de intimidad de estas cartas es inconcebible: son más íntimas que cualquier descripción detallada de una felicidad. No hay informe alguno de un hombre permanentemente titubeante que pueda comparársele, ni personalidad que se haya desnudado tan íntegramente". Ellas muestran, sugieren o exponen al hombre, de un modo turbador y crudo.

EL NACIONAL - Lunes 10 de Febrero de 2014     Opinión/4
Libros: Elías Canetti (II)
NELSON RIVERA

Trenza urdida con un profundo sentido de las correspondencias: me parece que no hay un momento comparable en toda su obra (aunque debo advertir que no he leído su teatro), en el que Canetti haya dibujado y anudado con su inteligencia resuelta las confluencias y los rechazos, en este caso entre los tres autores a los que dedica "Proust - Kafka - Joyce: una conferencia introductoria", ensayo de 1948 (pertenece al volumen 9 de las obras completas de Canetti, publicado por Debolsillo, Random House Mondadori, España, 2013). Comienza por enunciar una tríada: la preocupación por la tradición heredada, que tiene en la memoria subjetiva su camino primordial (Proust); la preocupación por el momento presente, indagado a fondo y, a un mismo tiempo, aislado de otros momentos (Joyce); la preocupación por lo venidero, lo amenazante e inasible (Kafka). Dice Canetti: "Todas las destrucciones pertenecen al futuro, todas las reliquias al pasado".
Proust, Kafka y Joyce son distintos en muchos sentidos, pero el talante autobiográfico presente en sus obras invita a reunirlos. Canetti afirma que ninguna de las biografías que se han escrito de cada uno alcanza a superar lo que cada escritor averiguó de sí mismo en su propia obra. Desde esta consideración se interesa por el estado de soledad de cada escritor: Proust, que no renunció nunca a su inserción en la familia y al vínculo con su madre; Joyce, que experimentó un poderoso antagonismo hacia su padre y una posición muy crítica hacia su familia ("Apenas si sentía la comunidad de sangre con ellos, apenas si se imaginaba ligado a ellos más que por una especie de misterioso parentesco adoptivo: hijo adoptivo, hermano adoptivo"). En el caso de Kafka, vivió bajo el peso de una desdichada relación con su padre, afectado por el sentimiento de ser rechazado. También, sobre sus respectivas proyecciones autobiográficas, Canetti explora la sustancia, que es lo que cada escritor "realmente aísla". En el caso de Proust, se trataba de una doble sustancia: el funcionamiento interior de su memoria y el profundo conocimiento que tenía de la sociedad parisina; de Kafka, Canetti destaca la fuerza que la duda tenía en su espíritu, así como la fascinación que sentía ante las realidades del poder; las sustancias de Joyce habrían sido la ciudad de Dublín, por una parte, y su capacidad incalculable de almacenar y apropiarse de las palabras. "Solo cuando examinamos Ulises con más detenimiento nos daremos cuenta de hasta qué punto el uso de las palabras había sido sencillo e ingenuo hasta la aparición de esta obra".

EL NACIONAL - Lunes 06 de Enero de 2014     Opinión/6
Libros: Edith Wharton
NELSON RIVERA

Henry James la llamaba `tornado’. Había en ella algo tozudo e irreducible. Como se sabe, fue una neoyorkina de la clase alta, que recibió una educación que sus amigos solían calificar de "incomparable". A la edad de cinco años visitó a Francia por primera vez. Su biografía da cuenta de la pasión que sentía por ese país: a lo largo de su vida cruzó el Atlántico en 66 ocasiones. En 1910 se instaló a vivir en París hasta su muerte.
Apenas comienza la guerra (este 2014 se conmemora el centenario del inicio de la Gran Guerra) toma notas de lo que ocurre. En febrero de 1915 se pone al frente de una misión de la Cruz Roja: ir de visita a los hospitales del frente para conocer sus necesidades y reportarlas. Sus influencias le permiten conseguir los permisos. Viaja en automóvil, incluso por caminos devastados. Francia combatiente (Editorial Impedimenta, España, 2009) reúne los seis textos que registran la experiencia.
La contraportada habla de artículos; Yolanda Morató, autora del prólogo, dice ensayos; por mi parte agregaré: crónicas de un espíritu observador, que dibuja con pulso firme y lápiz afilado el lado acá de la guerra, desde el momento en que los recién movilizados caminan con apremio por las calles, hasta que París luce paralizada tras la emoción del primer momento.
A lo largo de la guerra la ciudad mantiene su serenidad. Llueven las instrucciones militares, crecen las dificultades. Es inevitable que lo siniestro tome su lugar.
"Nunca fue el silencio tan perfecto: el silencio de una calle es siempre mucho más profundo que el de los bosques o el de los campos". En pocas semanas el ánimo se debilita. Los refugiados aparecen todas partes. Wharton se aproxima a las zonas de combate. A medida que penetra en "el otro mundo", la prosa de la gran narradora se refina. Su genio para el detalle se posa en el paisaje y en las atrocidades causadas en los combates. Si las memorias de Robert Graves, Adiós a todo eso, es uno de los mayores documentos literarios de la Primera Guerra Mundial provenientes de la realidad del combate, estas crónicas son portadoras de la razón complementaria: caminan por los padecimientos alrededor de la confrontación.
Wharton, cuya novela La edad de la inocencia obtuvo el Premio Pulitzer en 1921, siente en los términos de una patriota francesa: odia a los alemanes y admira sin fisuras a la nación de sus pasiones. Pero ni siquiera sus elogios abusivos ("No hay ningún francés, hombre o mujer, que haya vacilado un solo momento acerca de la validez de la política militar de su país), alcanzan a imponer su desánimo implícito: no se detiene en sus raptos apologéticos más de cuatro o cinco líneas, como si fuese un modo de cargarse de energía, antes de seguir con sus iluminadoras narraciones.

EL NACIONAL - Lunes 13 de Enero de 2014     Opinión/6
Libros: Remo Bodei
NELSON RIVERA

Al despertar, las cosas nos devuelven al mundo. Nos conectan otra vez con lo que nos rodea. La familiaridad con ellas nos orienta. Viven en nuestro campo perceptivo y en nuestra lengua.
Son parte sustantiva del mundo de cada quien. A menudo las cosas forman parte de nuestras rutinas y olvidamos que ellas portan valores afectivos y simbólicos. No son inmunes al paso del tiempo: también las cosas envejecen, se cargan de memoria.
Las cosas son "el envés", la prolongación del individuo: "Cualquier objeto es susceptible de recibir investiduras o `desinvestiduras’ de sentido, positivas o negativas; de rodearse de un aura o de ser privado de ella; de cubrirse de cristales de pensamiento y de afecto o de volver a ser una ramita seca; de enriquecer o empobrecer nuestro mundo, agregándoles o sustrayéndoles valor y significado a las cosas" (comento La vida de las cosas , del filósofo Remo Bo- dei, Editorial Amorrortu, Argentina, 2013).
Difícilmente el ser humano puede separarse (desmembrarse) de las cosas. Pessoa lo advierte: abandonar las cosas nos conmociona. Freud señaló que las cosas forman parte del duelo. LéviStrauss sostenía que el excedente de significación que es parte de nuestras vidas terminaba distribuido entre las cosas. Kant sostenía que dependemos más de las cosas que ellas de nosotros. Umberto Eco habla de "documentos dotados de intrínseca dignidad".
Heidegger criticaba a Husserl porque mantuvo separados al sujeto y el objeto. En su pensamiento, Heidegger decía que las cosas eran aquello que venía hacia cada uno de nosotros.
La obviedad banaliza las cosas.
Al revés: el descubrimiento de las cosas es el resultado de una victoria contra la obviedad. Cuando una cosa es descubierta, una íntima necesidad sale a flote. Las cosas tienen la misma propiedad que otras personas: activan la conciencia, porque la conciencia no es algo suspendido en el vacío, sino que existe en relación con personas y cosas concretas.
Si a cada generación corresponde un paisaje de cosas, el siglo XX ha sido el de la explosión, el de la multiplicación de las cosas. Desde entonces vivimos en el auge de la cultura material, donde los objetos son superados por otros. Baudrillard se preguntaba si el consumismo no terminaría destruyendo nuestro vínculo con las cosas. Rilke se alarmaba por la aparición de cosas vacías, sin "atisbos de vida". Que las cosas tienen una enorme significación lo demuestra el lugar que ocupan en la acción de los vándalos. Pero también hay en ellas otra funcionalidad: ellas parecen dispuestas a llenar algo que nos falta: un vacío o algo semejante a un vacío.
O quizás las tenemos porque sabemos que de ellas solo vemos la superficie, y que cada una contiene un secreto que algún día nos será finalmente revelado.

EL NACIONAL - Lunes 20 de Enero de 2014     Opinión/9
Libros: Aharon Appelfeld   
NELSON RIVERA

Quien alguna vez haya leído Historia de una vida quedará marcado para siempre. Allí se cuenta esto: hijo único de una familia judía acomodada, imbuida en el amor por la música clásica, la pintura y los libros. Vive en Bukovina, donde nació en 1932. El pequeño pertenecía a una familia asimilada. La llegada de los nazis disloca y destruye para siempre a los Appelfeld: la madre es asesinada, mientras Aharon y su padre son enviados al campo de concentración de Transnitria, de donde escapa en 1942. Tiene 10 años cuando Aharon Appelfeld huye del campo hacia lo desconocido.
Copio aquí un párrafo de una nota que publiqué en 2005: "Entre 1942 y 1944 sobrevive oculto en los bosques de Ucrania. La criatura huye, inventa sus madrigueras, lucha en contra del frío y del hambre. Se aproxima a las modestas viviendas rurales que encuentra. Lo golpean. Esconde su identidad. Logra salvarse de los oscuros apetitos de los campesinos". 50 años más tarde Appelfeld logró escribir Historia de una vida, uno de los más agónicos relatos de supervivencia que haya leído, quizás solo comparable con La especie humana, de Robert Antelme.
El primer párrafo de Tzili, historia de una vida, arranca con un manotazo sobre la mesa: "La historia de Tzili Kraus tal vez no se deba contar. Su destino fue cruel y sin gloria y, si no hubiese ocurrido, seguramente no la habríamos contado. Pero como ocurrió, no podemos seguir ocultándola.
La contaremos sin rodeos y sin más dilación: Tzili no era hija única, tenía hermanos y hermanas mayores que ella. La familia era pobre, numerosa y muy atareada, y Tzili creció abandonada entre los trastos del patio". Y aunque la de Tzili era una familia pobre, esta historia es, en su fondo, una variación en la ficción de la propia infancia de Aharon (quiero decir: Tzili metaforiza la vida de Appelfeld).
Tzili pertenece al margen del mundo. Es alguien que no destaca. Sufre una deficiencia congénita. Se empequeñece ante la presencia y la ofuscación de los demás. Cuando llegan los nazis, la familia huye y la dejan al cuidado de la casa. Le prometen que volverán a buscarla y la abandonan. Tzili inicia las peripecias de quien debe sobrevivir en campos y bosques.
Su vida pasada se difumina lentamente. Tzili comienza a reconocerse en su soledad, en la lucha por la vida. Reconoce el peligro, se sobrepone a las alucinaciones, se repliega ante lo desconocido.
Logra sobrevivir. Las dificultades la forjan. Como si fuese un secreto, algo se arma dentro de ella. En su deambular se encuentra con lo distinto: la ruindad, la ferocidad, el fracaso, el deseo, la locura, la impiedad y la violencia. Tzili se percata de que ha perdido algunas de sus viejas palabras, pero también ha descubierto la posibilidad, el milagro de renacer.

EL NACIONAL - Lunes 27 de Enero de 2014     Opinión/7
Libros: Ernest Hemingway
NELSON RIVERA

Lo que bien sabemos: fue una de esas personas que se realizaba al aire libre.
Podía internarse en zonas boscosas y caminar por horas. Cazaba. Pescaba. Descubría datos de presencias antiguas o primitivas allí donde otros no veríamos nada. En su obra hay siempre árboles mecidos por el viento, aguas que se mueven y emiten sonidos. No es parte de la mitificación que le ha rodeado: vivió atrapado por una curiosidad innata por "lo exterior". Pero no un exterior de fachada, sino uno de condición metafísica (como esa presencia viva y casi humana que tiene el paisaje en ese exquisito relato que es "Las nieves del Kilimanjaro"). Es posible que tuviese un montaraz imaginario de sí mismo: alguien capaz de aventurarse en los secretos de la naturaleza.
Y fue ese sujeto con vocación de riesgo el que, después de haber incursionado en el periodismo, se enroló en 1918, al inicio de la Primera Guerra Mundial, como conductor voluntario de ambulancias al servicio de la Cruz Roja (Estados Unidos, su país, todavía no había entrado en la guerra).
Fue herido gravemente durante un bombardeo. Con las piernas ametralladas, Hemingway, que entonces tenía apenas 18 años, logró salvar la vida de un soldado, lo que le valió una medalla militar. Una década después escribió Adiós a las armas, novela una vez más traducida y una vez más publicada en nuestra lengua (Editorial Lumen, España, 2013).
Prima, con su maestría habitual, lo lacónico: a las frases cortas le siguen otras frases cortas. En los primeros capítulos uno tiene la sensación de estar ante la presencia de un ambiente casi irreal, hecho de supuestos e incertidumbres. Luego, la guerra impone su brutalidad y los intercambios adquieren contrastes más definidos.
En medio de ese otro mundo de muertos y heridos, Frederic Henry se enamora de una enfermera de la Cruz Roja (esto también le ocurrió a Hemingway mientras estuvo hospitalizado). Adiós a las armas es una masculina historia de amor asediada por la confrontación y sus secuelas.
Un aire de melancolía sobrevuela la narración. En la cruda visión del narrador, algo de la humanidad se salva del cansancio inenarrable, del abismo al que se reducen las perspectivas, de las atrocidades de la muerte.
En Hemingway, tarde o temprano hay una distancia que queda reivindicada ("Es una de esas cosas que se dicen en las guerras.
Una de esas cosas que el enemigo siempre hace"). Entre algunas de las frases que los personajes cruzan unos con otros, hay atisbos de sentimentalidad que brillan con esplendor único. Las tres o cuatro páginas que Hemingway emplea en narrar la retirada de las fuerzas aliadas de Caporetto son comparables a las mejores páginas de Guerra y paz (Tolstoi), solo que aquí se han construido con lo mínimo necesario.

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