El Nacional - Sábado 29 de Abril de 2006 Papel Literario/1
Después de la tormenta
Publicada por Oscar Toddman Editores en 1997, Historias de la marcha a pie, la magnífica novela de Victoria de Stefano (Italia, 1940), vuelve a circular editada recientemente por la casa El Otro el mismo. Novelista y ensayista, ha publicado, entre otros títulos El desolvido (que circulará próximamente en una edición de Ramdom House Mondadori), La noche llama a la noche, Cabo de vida, Lluvia y Pedir demasiado
Nelson Rivera
Apenas había recorrido unas pocas páginas, tres o cuatro nada más, cuando irrumpió en mi la pregunta que no me abandonaría hasta su final (y que está viva, aquí y ahora mientras escribo estas líneas): qué se ha acumulado en la vida de una escritora, en este caso de Victoria de Stefano, para que Historias de la marcha a pie haya sido posible. Qué se ha depositado de su experiencia, cómo se ha conservado y ensamblado a lo largo de los años, cómo se han imbricado recuerdos y olvidos, para que ellos hayan podido ser recogidos en el devoto y amantísimo ejercicio de construir memoria que es el sello de su novela.
Trataré de explicar la fuente de mi asombro: cada línea de la narración, cada instante está tan habitado, tan lleno de posibilidades (porque en el fondo se trata de esto: de nada reniega la autora), que uno, quiéralo o no, se ve convocado (como nos ocurre con los poetas), a preguntarse no sólo por lo que en sus páginas se cuenta, sino también por la voz, por la mujer, por la sensibilidad que ha escrito tal disposición del espíritu, no como respuesta a la demanda de veracidad de la ficción, sino urgida por algo mucho más decantado y subterráneo, esa dimensión de lo más acuciante y sensible que me atreveré a llamar la verdad de lo humano.
Corresponde decirlo de una vez: Historias de la marcha a pie no es una novela de ocasión (traicionaría su fecundidad si pretendiese hacer la síntesis de un simple relato, como quien resume una noticia). Porque ella no se limita a cumplir con la preceptiva de narrar una historia (que, de hecho, la cuenta con fina motricidad), sino que va mucho más lejos: su magistral despliegue consiste en llevar al plano de la escritura esa urdimbre tan frágil y poderosa a un mismo tiempo, que es la memoria de lo vivido (o, si el lector quiere, las memorias de lo vivido).
Siento que lo determinante de Historias de la marcha a pie es el inusual espectáculo del que nos provee: mostrarnos cómo se construye la casa de la memoria (estuve a punto de escribir el ‘edificio de la memoria’ pero he optado por el sustantivo casa, porque la dimensión íntima de ‘casa’ es aquí absolutamente imprescindible). De Stefano no marcha de un lugar a otro, no sigue un camino trazado a priori: va hacia atrás y hacia delante, asciende y desciende, se desplaza hacia adentro y hacia fuera, tal como nos ocurre a cada uno con las mareas menos visibles de nuestros propios recuerdos.
Ni empieza ni termina en lo que relata:
su escritura se instala en uno, siembra sus ecos, clava sus palabras como hitos rotundos en la percepción del lector.
Más que viaje geográfico, su moroso desplazamiento es interior, sentimental.
Sus direcciones, planos, contraplanos e intersecciones son los del pensamiento.
Relato psique: lo que arroja a nuestras playas son las huellas, los sedimentos de aquello que fue y regresa, porque nada de aquello que arde en cada uno de nosotros se olvida o se apaga para siempre:
los episodios grabados de la infancia, los momentos promulgados del amor y del desamor, la estela de los seres con los que con cruzamos en nuestras vidas, todo ello es indeleble. Mínimo tratado de los recuerdos: la mujer sensible sabe que el pasado tiene fugas, raptos, contracciones y erupciones incontroladas.
Regresan para pujar, para encontrar su alojamiento en el alma, para apropiarse de unas palabras que hagan posible la facultad de nombrarlos, de fijarlos, de volverlos a la vida.
Lengua restauradora
Si la memoria es el sedoso telón de fondo de Historias de la marcha a pie, la lengua es el don, el prodigio que devuelve como palpitante experiencia la prosa de Victoria de Stefano. A la mujer culta (a la filósofa de la estética; a la apasionada de la modernidad visual; a la estudiosa de las formas del drama; a la concentrada lectora y a la autora del luminoso ensayo sobre la poesía de Vicente Gerbasi) se suma la condición de quien no teme expresar su reconciliación con la vida ( “¡Qué cantidad de mundo para ser conquistado con la sola apelación de la mirada!” ).
Las palabras no son aquí sólo el instrumento de aproximación a las Historias:
son los movimientos mismos de su alma, las fluctuaciones de un ánimo memorístico, son el fulgor, el quejido, el escudo, la impugnación, el sonido del combate de quien regresa de su pasado enarbolando un tejido policromo, organoléptico, fotosensible, rehabilitado de la vida. Me lo dice no más que una intuición:
la Victoria de Stefano es una lengua que parece surgida de una larga tormenta, alborozo de quien pronuncia cada palabra como una fraterna ceremonia, una vez que ha regresado de un largo, lejano y determinante viaje.
Así lo siento, así lo he comentado con mis entrañables: la riqueza y la propiedad de su lengua es única en la narrativa venezolana. Lengua de mínimo escándalo y del más alto estremecimiento, su asunción del idioma es sólo comparable con la conciencia o la responsabilidad que habita en poetas como Rafael Cadenas o Eugenio Montejo. Porque su ofrenda consiste en acumular, ratificar, ajustar, acopiar para así afinar su relación con el mundo. La suya es una prosa respetuosa de la realidad, no sólo de las personas, también de la entidad de los objetos, de la genealogía y prospección de los gestos, del rubor o el desencanto que se alojan en los paisajes.
Es de su obsequiosa relación con el idioma, de su cultivo y florecimiento de donde proviene el músculo tendido, el incalculable rango de sus memorísticos ejercicios: porque en cualquier instante, a guisa de todo, ella es capaz de desplazarse con inusitada elegancia de la fina arenilla de los días a la pregunta de la eternidad. Del mínimo detalle que se oculta en el decorado de una habitación a lo insondable del universo. Del peso neto que tiene un instante a la condición liviana e impensable de la vastedad. Preciosidad:
cada palabra de Historias de la marcha a pie vive en su domicilio exacto, consecuente consigo misma. Nada hay en sus páginas que ande suelto, descolgado.
En su escritura hay un profundo anhelo de virtuosismo. Una interrogación subyacente que nos remite a los límites mismos del idioma para ir lejos, muy lejos, es decir, para excavar en la memoria, para erigir un testimonio de las pasiones, para referir al mundo canónico de la cultura (podría decirse de las culturas), sin que el relato pierda su condición de cálida conversación, de confesión, de historia que nos cuentan en confidencia.
El cuerpo patológico
En alguna parte de la propia novela encontré la palabra que posiblemente metaforiza uno de los asuntos que más me han conmovido de sus páginas. Esa palabra es ‘abnegación’ (hay cierta forma del altruismo, del desprendimiento o del sacrificio que ahora reaparecen como piezas de un mundo perdido), y ella nos remite a la honda, pulsada y persistente indagación sobre la obsolescencia que contiene su libro.
Digo: el tema sustantivo de Historias de la marcha a pie es la abnegación. Porque más allá de lo que la anécdota nos refiere, hay en la novela, otra vez, una entrega que es admirable y diría que única en la literatura venezolana: me refiero a toda esa resonante organicidad que su prosa eleva sobre la enfermedad y sobre el cuerpo doblegado por sus padecimientos. La narración de la obsolescencia, del avance del deterioro, de los síntomas del envejecimiento, del drama intrínseco que desata el desgaste y el paso del tiempo, alcanzan aquí expresiones de conmovedora sustancia.
Digo abnegación porque la autora no rehuye la exigencia de tal ejercicio.
Asume la entidad del enfermo, la pavorosa verdad que el cuerpo patológico guarda dentro de sí. Elijo abnegación y no voluntarismo, porque de Stafeno confiesa su debilidad, el acecho de la repulsa, de la intolerancia, del ya basta que pueden provocarnos los enfermos, pero también la piedad, ese impulso del que nos dota el amor para acompañar y consolar a quien sufre. No hay heroísmo sino humanidad: “Empezó a enumerar los síntomas, pérdida de contacto con el mundo, mala salud, achaques, dolores (Doctor, ¿qué será este dolorcito aquí?, nada de particular a su edad, es debido al desgaste de las costillas, ¿y éste de más abajo?, un poco de reumatismo, ¿y estas manchas, estos moretones?, hipersensibilidad de los tejidos, rotura de los capilares, todo dentro de lo normal, ¿y este hormigueo en brazos y piernas, estas ronchas?, ¿y el aire que me falta?, ¿y este desgano, este fastidio, estas molestias, este desaliento, esta feroz misantropía, esta falta de gusto por las cosas simples, este odio al prójimo, tan difícil de amar sin duda?), la indolencia, la irritabilidad, las fobias, las viejas manías elevadas a la tercera potencia, la memoria jugando a las escondidas, los siempre más débiles flashes de los recuerdos, las regurgitaciones de la melancolía, la amargura de los errores, las faltas para las que no valía ningún arrepentimiento”.
Catastro del mundo
Historias de la marcha a pie es, en su respiración más sosegada, un levantamiento de la data espiritual del mundo.
Guarda, aunque nunca lo haga explícito, una proyección moral: nada en lo inmediato le es ajeno. Su trasunto es el debate del prójimo. Intensa y oscilante, por momentos deslumbrante y por momentos sufriente, la ruta de Victoria de Stefano es por las almas en combate: por la suya y la de sus seres más próximos. Del arte de resistir, de eludir cualquier formulación fácil: de ello trata su lucha como autora. ( “En esa atmósfera de madriguera aprendí a aguantar el tiempo.
Aguantar, esa es la palabra, en su sentido más auténtico, en abstracto y en concreto, empírica, literalmente hablando.” ).
Novela de cámara, todo en sus páginas es interior. Páginas que hablan desde adentro, que susurran a la interioridad del lector: nada en ellas ha sido abreviado, menoscabado, zanjado. Siento que la conversación que propone no se limita al texto, sino que se devuelve hasta su autora:
un canto tan personal, un tono incesante y suyo (lúcida modulación del arte de narrar ideas) que no deja de escucharse en cada una de sus líneas.
Confesaré a los lectores lo siguiente: no tengo cómo demostrar que Historias de la marcha a pie sea la profunda huella que ha dejado una tormenta. No sé siquiera de qué clase de tormenta hablo:
es una presunción que se ha alojado en mis sentimientos de lector (quizás una pura arbitrariedad), una intuición que me dice (porque sostengo que la intuición es un instrumento imprescindible para abrazar a esta novela), que ella ha sido escrita bajo la luz reveladora, con el auspicio de esa porosidad que lo plena todo después de una tormenta: el ascenso y la caída, el magnánimo asombro de quien regresa y narra el vaivén entre la vida y la muerte.
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