viernes, 23 de mayo de 2014

POSTAL (1)

EL NACIONAL - Domingo 02 de Diciembre de 2007     Nación/17
Mundos de tinta
RICARDO BELLO

Diego Rojas Ajmad, ganador de la Bienal de Literatura Enrique Bernardo Núñez, organizada por José Napoleón Oropeza antes de la invasión de los bárbaros, tuvo la suerte de ver publicada su investigación por la Universidad Simón Bolívar, en coedición con Banesco, en un encomiable programa de responsabilidad social empresarial. Su estudio, titulado Mundos de tinta y papel, analiza el rol de los libros en nuestra historia colonial y cuenta con una base metódica seria, que nos introduce en el problema de la formación de las identidades políticas. La pregunta que atraviesa su libro, y que ha sido debatida y analizada por muchos otros intelectuales, como Ángel Rama o los venezolanos Gustavo Luis Carrera y Gonzalo Picón Febres, es simple: ¿cómo y cuándo la sociedad deviene en nación? Me encanta recordar a Briceño Guerrero, cuando afirmó en 1983, en plena celebración del bicentenario del natalicio del Libertador, que él no había pasado su vida estudiando en vano para ignorar que Venezuela no era una nación. El nuestro es un país que nació en las antípodas del pensamiento de Bolívar y a partir de una visión política absolutamente contraria al pensamiento del autor del Ilustre Caraqueño (tendríamos que llamarlo ahora el Ilustre Guarairano Repanés), pero surgió, como lo aclara Rojas, fruto de largas y apasionadas discusiones literarias en salones, clubes de lectura y en la mente de efervescentes adolescentes contagiados por el virus de la Ilustración. Su libro tiene el atrevimiento de sugerirnos una tesis que involucra el pensamiento y la capacidad que tenían los intelectuales del siglo XVIII y XIX para pasar de la teoría a la praxis. Venezuela fue soñada cuando blancos, ricos y exitosos propietarios frecuentaron a los autores del Siglo de las Luces. Fueron textos leídos con pasión y alevosía por esa élite ilustrada a la cual pertenecía el Libertador, escuálido por excelencia.
La simbología artística y el libro fueron durante la colonia evidencia de status, como hoy confiesan sin pudor en su anacronismo político los dueños de las Hummer y los Audi, intercambiando el caballo de raza por caballerías de metal, igualmente sugerentes en su porte marcial. Al menos en la Colonia contábamos con clases dirigentes que leían y consideraban el libro como el pilar sobre el que descansaba el proyecto de nación, reducido momentáneamente a una extensión de la monarquía española y expuesto en informes como el Nuevo sistema de gobierno económico para la América, preparado en 1743. Ese proyecto, al igual que el credo independentista, fue el artefacto cultural de una clase particular, el instrumento de una comunidad política imaginada, como argumenta Rojas Ajmad, como inherentemente soberana y dueña de su destino. Sin embargo, apenas 1% de la población venezolana en los años previos a la Independencia, los nobles, criollos y peninsulares, podían jactarse realmente de poseer una biblioteca o de interesarse por el problema del poder manifiesto en toda expresión cultural. El imaginario social vinculaba las excelsas manifestaciones del espíritu, visualizadas en la pintura académica y en la literatura, a la consolidación del poder de la Corona. Hasta que a gente como Juan Germán Roscio se le ocurrió pensar que podía ser exactamente lo contrario y empezaron a conspirar, a escribir libros y panfletos y a organizar las bibliotecas públicas en las cuales pudieran los pequeños propietarios y comerciantes envenenarse con la política, transformando el uso de los libros, pasando del conformismo a la utopía, descubriéndole a las letras una nueva función, ya no estética o contemplativa: la pasión por la libertad.

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