Sobre la autonomía universitaria
Luis Alberto Buttó
En Venezuela, las universidades constituyen el núcleo fundamental de creación y divulgación de conocimiento científico, en términos de cantidad y calidad. En otras palabras, en las universidades del país se concentran las herramientas fundamentales con las que cuenta la nación para comprender los hechos, fenómenos y procesos naturales y sociales y, en consecuencia, poder actuar sobre ellos en aras de incrementar de manera sostenida y progresiva los estándares de vida de la población, a la par de servir de repositorio, reemplazo y custodio de la producción y el liderazgo intelectual necesarios en todos los campos del saber humano, con la enaltecedora misión de proyectar y mantener su aplicación en proyección temporal que recorre el camino que va desde el corto al largo plazo. Así las cosas, en los campus reside este potencial maravilloso, principal ventaja competitiva disponible para navegar con éxito en el océano de la sociedad del conocimiento; razón por la cual la gente sabe perfectamente y valora en toda su extensión el poder transformador que se esconde tras las siglas que identifican a las universidades.
De cara a esta realidad, los investigadores científicos, conscientes y felices como son del compromiso asumido con la búsqueda de la verdad, generan constantemente pensamiento crítico, ése que es capaz de detectar cuando se toman sendas incorrectas que terminan alejando el destino nacional de las posibilidades ciertas de desarrollo relativo y que, al final de su instrumentación, perpetúan el subdesarrollo y el atraso así asociado. Por ello, y para referir sólo un ejemplo, las universidades nacionales, en las últimas dos décadas de la historia contemporánea identificadas por la permanencia en el poder de la autodenominada revolución bolivariana, han cumplido con su sacrosanto deber y, con base en la construcción de sólida e irrefutable información, han demostrado, entre otras cosas, que en el período mencionado, en líneas generales, la formulación y ejecución de las políticas públicas, en las diversas materias en que tienen cabida, han estado signadas por el efectismo, el cortoplacismo, la improvisación, el apresuramiento, la falta de continuidad, el supino desconocimiento de la temática abordada y/o la mera motivación política traducida en el empeño infeliz de preservar el poder, más allá de que la mayoría nacional así lo rechace. Es decir, en vez de resolver o mitigar los problemas existentes de manera constatable, sencillamente los han agravado de forma exponencial.
Por supuesto, desplegar tal postura crítica sólo es posible en la medida en que la autonomía universitaria persista, pues es la única garantía de que los universitarios respondan con sus trabajos, única y exclusivamente, a la responsabilidad adquirida con el futuro entendido como un todo y libres de apegos a parcialidades religiosas, económicas y políticas, o de cualquier otro tipo. Dicho de otro modo, sin el manto protector de la autonomía universitaria, los investigadores se encuentran constreñidos en sus afanes académicos y son impelidos a generar vergonzosos sustentos teóricos que sirven de disfraz a las equivocaciones y fracasos evidenciados, verbigracia, en el diseño e implementación de dichas políticas públicas. El cercenamiento de la autonomía universitaria es la autopista expedita para arribar a la complacencia y complicidad de la ciencia con aquello que por el bienestar del país y de la gente que lo habita no se puede cohonestar. Por eso, la autonomía universitaria causa urticaria y es tan perseguida desde las instancias que pretenden esconder su desfase con el curso acertado de la historia.
Impedir elecciones en las universidades y nombrar a dedo a sus autoridades, es intervenirlas y asfixiar la autonomía. Sépase sin ambages: así no hay progreso posible.
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