EL NACIONAL - Domingo 06 de Enero de 2013 Siete Días/6 Opiniones
Sartre y sus ex amigos
MARIO VARGAS LLOSA
Estaba ordenando el escritorio y un libro cayó de un estante a mis pies. Era el cuarto volumen de Situations (1964), la serie que reúne los artículos y ensayos cortos de Sartre. Lo encontré lleno de anotaciones hechas cuando lo leí, el mismo año que fue publicado. Comencé a hojearlo y me he pasado un fin de semana releyéndolo. Ha sido un viaje en el tiempo y en la historia, así como una peregrinación a mi juventud y a las fuentes de mi vocación.
Sus libros y sus ideas marcaron mi adolescencia y mis años universitarios, desde que descubrí sus cuentos de El muro, en 1952, mi último año de colegio. Debo haber leído todo lo que escribió hasta el año 1972, en que terminé, en Barcelona, los tres densos tomos dedicados a Flaubert (El idiota de la familia), otra de las tetralogías que dejó incompletas, como las novelas de Los caminos de la libertad y su empeño en fundir el existencialismo y el marxismo, Crítica de la razón dialéctica, cuya síntesis final, prometida muchas veces, nunca escribió. Después de veinte años de leerlo y estudiarlo con verdadera devoción, quedé decepcionado de sus vaivenes ideológicos, sus exabruptos políticos, su logomaquia, y convencido de que buena parte del esfuerzo intelectual que dediqué a sus obras de ficción, sus mamotretos filosóficos, sus polémicas y sus ucases hubiera sido tal vez más provechoso consagrarlo a otros autores, como Popper, Hayek, Isaías Berlin o Raymond Aron.
Sin embargo, confieso que ha sido una experiencia estimulante algo melancólica, también la relectura de su polémica con Albert Camus del año 1952, sobre los campos de concentración soviéticos, de su recuerdo y reivindicación de Paul Nizan, de marzo de 1960, y del larguísimo epitafio (casi un centenar de páginas) que dedicó a la memoria de su compañero de estudios, aventuras políticas y editoriales, amigo y adversario, el filósofo Maurice Merleau-Ponty (1961).

La evocación de Paul Nizan (1905-1940), su condiscípulo en el liceo Louis le-Grand y en la École Normale Supérieure, a quien lo unió una amistad tormentosa, es soberbia y adjetivo que rara vez merecían sus escritos conmovedora. Hijo de un obrero bretón que, gracias a su talento, recibió una educación esmerada, Nizan fue muchas cosas un dandy, un anarquista, autor de panfletos disfrazados a veces de novelas que seducían por su violencia intelectual y su fuerza expresiva antes de convertirse en un disciplinado militante del Partido Comunista. Cuando el pacto de la URSS con la Alemania nazi, Nizan renunció al partido y criticó con dureza esa alianza contra natura. Poco después, apenas comenzada la Segunda Guerra Mundial, murió en el frente de una bala perdida. Pero su verdadera muerte fue la pestilencial campaña de descrédito desatada por los comunistas para envilecer su memoria.

En tanto que, cuando refuta a Camus, aparece como un perfecto compañero de viaje, en el que dedica a defender la vida y la obra de Nizan, Sartre es un debelador implacable del sectarismo dogmático que cubría de calumnias infames a sus críticos y prefería descalificarlos moralmente antes que responder a sus razones con razones. El ensayo es también una premonición de lo que podría llamarse el espíritu de Mayo de 1968, pues en él Sartre propone a Nizan como un ejemplo para las nuevas generaciones, por haber sido capaz de romper los moldes ideológicos y las convenciones y esquemas dentro de los que se movía la izquierda francesa, y haber buscado por cuenta propia y a través de la experiencia vivida un modo de acción una praxis que acercara el medio intelectual a los sectores explotados de la sociedad.

Merleau-Ponty fue el último de los intelectuales de alto nivel con los que Sartre fundó Les Temps modernes, en romper con la revista que, durante años, fue para muchos jóvenes de mi generación una especie de biblia política. A partir del alejamiento de Merleau-Ponty, en los años cincuenta, sólo quedarían con Sartre los incondicionales, que, durante toda la Guerra Fría, aprobarían sus idas y venidas y sus retruécanos a veces delirantes en esa danza sadomasoquista que vivió hasta el final con todas las variantes comunistas (incluida la china de la Revolución Cultural).
Este ensayo impresiona porque muestra la fantástica evolución de Europa en el medio siglo transcurrido desde que se escribió. Cuando Sartre lo publica, la URSS parecía una realidad consolidada e irreversible. La Guerra Fría daba la impresión de poder transformarse en cualquier momento en guerra caliente y, aunque Sartre y Merleau-Ponty discrepan sobre muchas cosas, ambos están convencidos de que la tercera guerra mundial es inevitable y que, una vez que estalle, el Ejército soviético tardará muy poco en ocupar toda Europa Occidental.
La política impregna hasta los tuétanos la vida cultural en todas sus manifestaciones y los extremos apenas dejan espacio a un centro democrático y liberal que tiene pocos defensores en el mundo intelectual.
No sólo Sartre y Merleau-Ponty ven en de Gaulle y la Quinta República un fascismo renaciente y en Estados Unidos un nuevo nazismo. Semejante disparate es en aquellos años de esquematismo e intolerancia un lugar común. Produce vértigo que pensadores que nos parecían los más lúcidos de su tiempo se dejaran cegar de ese modo por los prejuicios políticos.
Ahora bien. Pese a las orejeras ideológicas que delatan, aquellos debates tienen algo que en el mundo de hoy ha sido barrido por, de un lado, la banalidad y la frivolidad, y, por otro, el oscurantismo académico: la preocupación por los grandes temas de la justicia y la injusticia, la explotación de los más por los menos, el contenido real de la libertad, cómo conciliar ésta con la justicia e impedir que sea sólo una abstracción metafísica, etcétera.
Nota LB:
Por una parte, nos llamó la atención una fotografía hogareña, en la que dos personas conversaban respaldadas – entre otras – por la fotografía en blanco y negro de Sartre. Aparecida en las redes sociales (Ana Sosa / Facebook, 14/12/12), nos hizo meditar sobre la suprema importancia mediática alcanzada por el hoy olvidado. Le escribimos a Ana en dos ocasiones, obteniendo la debida autorización para su publicación y la identificación de las personas en cuestión: Elisa Arráiz Lucca y Roberto Lovera de Sola, dueño de casa, departen bajo la cámara de Sosa.
Por otra, casualmente, Vargas Llosa después escribe sobre el agitador de Paris del ’68, como antes lo fue – devenido profeta – de los movimientos insurreccionales latinoamericanos, a raíz de la defensa personal y escrita del proceso cubano. Por ello, ejemplificándolo, recordamos y traemos a colación un comentario suelto, publicado en Crítica Contemporánea, Caracas (nr. 5 de mayo-junio de 1961). Sin dudas, tamaña demostración de amistad, generó muchísimos amigos en este lado del mundo que, sobrevivientes, ya ni lo mencionan.
Finalmente, de arriba hacia abajo, nos hicimos de varias ilustraciones: la de Manuel Vicent (El País), seguida por las de un autor desconocido (tomada de la red), Ugo (El Nacional), y otro autor insuficientemente identificado, que apareció en Crítica Contemporánea, Caracas (nr. 1 de mayo-junio de 1960), con un texto de Juan Nuño sobre el teatro sartreano, seguramente comprendido en un libro ulterior sobre el francés, publicado – si mal no recordamos – por la UCV. Empero, es necesario observar la meritoria ilustración de Vicent que contrasta con el igualmente ocupado Ugo, a quien admiramos aunque evidentemente sólo confía en el trazo acostumbrado, sin el ingenio de sus ya antiguos atrevimientos: referido en el blog con anterioridad, es el riesgo de trabajar con los artículos de don Mario aparecidos con anterioridad en diferentes latitudes.
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