sábado, 14 de mayo de 2011
PESQUIZA
EL NACIONAL - Sábado 14 de Mayo de 2011 Papel Literario/4
La memoria estéril
EDUARDO SÁNCHEZ RUGELES
El hombre es del lugar donde ha estudiado bachillerato", apunta Max Aub en sus disquisiciones en torno al destino.
Eleazar, protagonista de El libro de Esther, parece estar de acuerdo con esta afirmación. La novela de Juan Carlos Méndez Guédez se inserta dentro de la tradición literaria que se empeña en la búsqueda del tiempo. El autor forma parte de ese grupo de narradores que, a decir de Ítalo Calvino, recuperan infatigablemente cualquier migaja de sensación.
El libro de Esther es una búsqueda, una sucesión de preguntas, una reflexión mortificada (no exenta de humor) sobre el devenir y el desarraigo. Estas inquietudes, en gran medida, se ven condicionadas por el espacio. Una Caracas jurásica, condenada a la indolencia de su historia, es el lugar al que se aficiona la memoria del protagonista. El presente de Eleazar es un argumento a favor de la fuga. El personaje confronta un matrimonio estéril, un ambiente de trabajo hostil y deshumanizado, un universo imperfecto en el que sólo persiste la sensación de claustrofobia.
Eleazar padece el síndrome del vacío, enfrenta "una pereza ancestral y genética". Esta atmósfera gris e intransitiva, cuya banalidad recuerda al Miguel Antúnez de Día de ceniza (Salvador Garmendia, 1963), justifica la reminiscencia. El pasado aparece como la única alternativa. El hastío es el que permite la invención del ayer, la invención de Esther. No en vano, el protagonista afirma: "Toda la energía de mi existencia reposa en ese pasado: Esther, el liceo, esas tardes...".
La novela comienza en medio de una turbulencia, CaracasTenerife. La anécdota: Eleazar, agobiado por múltiples mortificaciones, decide viajar a las islas Canarias con el fin de encontrar a su amor de colegio.
El absurdo, tras trece años de separación absoluta, es uno de los motores de la búsqueda.
Eleazar sabe que su viaje es, a grandes rasgos, irracional. Sin embargo, la persistencia de la memoria (la sublimación del amor escolar, el romanticismo en torno a la inocencia perdida) lo obliga a perderse en un baile de máscaras, en un carnaval en el que el único sentido es la posibilidad del encuentro. La búsqueda de Eleazar formula sugerentes preguntas en relación con el arraigo y la pertenencia. Esta preocupación es una constante en la obra narrativa del autor. Con otras formas e intenciones, Méndez Guédez presenta las mismas inquietudes en Retrato de Abel con isla volcánica al fondo (1997) y Árbol de luna (2000).
El libro de Esther acopia un valioso inventario de recuerdos. Las evocaciones de Eleazar permiten identificar la variable y olvidada (hegemónicamente olvidada) escatología de los años ochenta. Los conceptos de honor, belleza y moda, entre otros, son modelados con referentes que han sido asimilados por la desmemoria: Jean Claude Van Damme, Bo Derek, Michael Jackson (de piel morena), Men at Work, Supertramp, Témpano, Barón Rojo.
El walkman del protagonista da vueltas a un casete curioso y estridente.
Méndez Guédez también rinde tributo a una tradición literaria. Una de las remembranzas de Eleazar apunta a sus tardes de lectura: "El lunes era Benedetti, el martes Vargas Llosa, el miércoles Rulfo..., el martes siguiente Renato Rodríguez, el miércoles Bryce Echenique".
Sobresale, entre todas las influencias, la omnipresencia de Massiani. Piedra de mar es un motivo importante. Así mismo, algunos episodios traen ecos del relato Un regalo para Julia.
La lectura y relectura de El libro de Esther, casi trece años después de su aparición, plantea interesantes cuestiones. Si para el narrador "Caracas desapareció en trece años" (afirmación que surgía a finales de la década del noventa), resulta un ejercicio tan cruel como atractivo confrontar el paradigma urbano descrito en la novela con los muros de la Nueva Dite. "La vida nos dejó atrás", dice un solitario Eleazar. Si le damos la razón, es incómodo apreciar cómo la militarización secuestró los espacios del Ipsfa y el Club de Suboficiales (lugares de ocio para los personajes de la novela); que sobre el viejo Maxy’s se levantó un coloso bancario; que Michael Jackson era mortal; que Alexis Peña, el otrora vocalista de Témpano, es la segunda voz de una de esas populares orquestas que amenizan fiestas de quince años y matrimonios; que, probablemente, lectores de nuevas generaciones asociarán el disfraz de un dinosaurio rosa a un muñeco ridículo llamado Barney; que difícilmente la televisión venezolana, sesgada entre la censura y la militancia, ofrezca películas de John Huston, David Lynch o los grandes clásicos del cine mexicano; que el exilio por el que apostó la familia de Esther se ha masificado. Dice Eleazar, en medio del carnaval tinerfeño, que cualquier venezolano que escuche acordes de la orquesta Billo’s se detendría un momento a confrontar sus nostalgias. Esta afirmación, que parecía indiscutible en el paradigma del fin siglo (del último siglo), puede haber sido refutada por el tiempo. No es de extrañar que en estos días inciertos, "Epa Isidoro" no le diga nada a mucha gente; que toda la memoria que recopila el Libro de Esther sea sólo un asunto del olvido, el ruido o el silencio.
Al margen del Alzheimer colectivo, El libro de Esther conserva elementos esenciales de nuestra idiosincrasia. Persisten las preguntas, las incertidumbres, la santificación de las fiestas, el culto a la amistad y la familia. La descripción desalmada que el autor hace del contexto laboral es harto realista. El modelo del jefe Villalba se conserva en muchos espacios de la vida pública. No se exagera ni se redunda al afirmar que, hoy día, el debate sociopolítico genera parálisis y asfixia.
En este contexto, la lectura de El libro de Esther sugiere alternativas: la búsqueda de Esther, de cualquier Esther...
Imagino que cada quien tiene la suya. Puede que, como dice el tinerfeño Aurelio (entrañable personaje de la isla), en el fondo la vida sea solo esto, "la mierda y la flor".
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Eduardo Sánchez Rugeles,
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