EL NACIONAL, Caracas, 23 de agosto de 2017
Ética de la racionalidad
Elio Pepe Trifance
La conquista del poder asume confrontaciones ideológicas, políticas y programáticas que determinan el comportamiento de las instituciones, de las relaciones geoestratégicas, del ritmo y tipificación del crecimiento que influencian la soberanía, la independencia, la misma identidad de la nación.
De la contraposición de los planteamientos emergen las diferentes tipificaciones y objetivos que persigue el desarrollo a través de alternativas estratégicas que, bajo la estricta racionalidad entre costos, beneficios y medios empleados, configuran la estructuración del sistema productivo, económico y social. Sería contradictoria una racionalidad que no fuese permeada de vínculos y valores éticos, tanto cuando se aplica para la escogencia de las finalidades generales del desarrollo, tanto cuando se define el marco estratégico y las modalidades tácticas para alcanzarlas; es decir, el contexto en el cual la acción sustancia la postura ideológica de referencia.
No se trata de recurrir a la ética de la racionalidad simplemente como instrumento para señalar los ideales y emitir un juicio de valor sobre los medios utilizados para sus aplicaciones, sino que la toma de decisión implique como imperativo categórico el conocimiento y práctica de los valores: pues, por su propia formulación, la ética de la racionalidad encierra la esencia del Ser del hombre, los caracteres distintivos de su naturaleza. Es un principio seguramente conocido, pero que nunca ha sido aplicado en plenitud por los gobiernos de la cuarta república: pero, para el gobierno de la revolución bolivariana, conforme con la aplicación del centralismo democrático social leninista, constituye la negación de su esencia totalitaria y la admisión de una diversidad por la cual debería reconocer y aplicar el sistema democrático.
Es una insistencia iterativa, casi una mortificación tautológica a la cual este concepto nos obliga para el perseguimiento constante de las libertades constitucionales y de una mayor justicia social. Cada día, perdura y aumenta la crisis y evidencia el estatus de necesidad determinado por la inconsistencia de la distribución equitativa de la riqueza; pero, en lo económico, sin inversiones productivas, sin el acceso al conocimiento y a la investigación como medios para la superación, sin el uso de las tecnologías y de los recursos humanos que abandonan el país se aleja la hipótesis de recuperación. Es apremiante la organización de una sociedad que difiere del simple conformismo para otorgar presunta eficacia a la solución de problemas, mientras que limita su actuación solo en defensa de los intereses particulares de grupos o de una elite: al contrario, sin el perseguimiento del bien colectivo la sociedad pierde su funcionalidad primaria por la cual se traduce en fisionomía representativa de la unidad del Estado. Por consiguiente, es perentorio otorgar a la política la significación originaria de su responsabilidad específica que con ética y sindéresis debe asumir para la administración general de los bienes públicos y del Estado.
La política asume su supremacía cuando se emplea no como arte de las posibilidades de manipulación, sino más bien como ciencia de las posibilidades de cambio de los valores, parámetros y finalidades del crecimiento de la democracia, exactamente lo que exige la hipótesis de un nuevo desarrollo; por el contrario, cuando las posibilidades se vinculan a un proyecto político que impide la valoración de los principios democráticos sometidos de manera instrumental a la praxis partidista, emergen las limitaciones ínsitas en la toma de decisiones y en las acciones consiguientes. En estas circunstancias, la ética pierde su función inspiradora y no genera reflexiones críticas sobre los contenidos, la conducción, los alcances de la acción social y económica y sus consecuencias sobre la vida de los ciudadanos.
Cuando prevalece la irracionalidad en el uso de los recursos, y el peculado y la corrupción envuelven la administración de los gastos corrientes y de los bienes públicos, el cuestionamiento de los datos económicos y políticos no puede asumir que una significación negativa: en particular deriva la inconformidad con el dinamismo presunto o real que exprime la acción gubernamental, máxime cuando a través de sus formulaciones se pretende determinar un sometimiento relativo de los valores al proyecto político que se sobrepone a las necesidades esenciales de la población que, al contrario, se deberían enfrentar como obligación prioritaria del ejercicio del poder.
Es lo que pasa cuando el desarrollo se reduce a una política populista, como por ejemplo la que se manifiesta en la práctica de las “misiones”, sin que se hayan solucionado los problemas de fondo de las condiciones de pobreza crítica a través de la dignidad del trabajo. Igualmente, cuando se utilizan otros instrumentos de asistencia social para perseguir el continuismo administrativo del poder y se define y aplica una estrategia del desarrollo que privilegia unos pocos, se atan las aspiraciones de legitima mejora de las condiciones de vida de la mayoría a un presunto crecimiento genérico, a una hipótesis de modernización revolucionaria que no produce cambios estructurales y que deja sometidas las relaciones de participación y responsabilidad individual y colectiva al arbitrio de quien ejercita el poder.
En completa contraposición, la ética de la racionalidad política aplicada a una programación de desarrollo se transforma en la guía segura que inspira la acción de la recuperación pregonada, pues permite enfrentar las endemias presentes y transforma la evanescente dialéctica que ha rodeado y rodea la justicia social en opciones fundamentales de crecimiento. Por consiguiente, quedan evidenciados los límites, las frustraciones y la impotencia de la política volcada a la afirmación de un proyecto excluyente, seudosocialista, que utiliza para sus finalidades particulares los recursos generales del país, por ejemplo, cuando, entre otros aspectos, en la práctica gubernamental de la política habitacional, sanitaria y de asistencia social beneficia solo a los seguidores de su orientación política.
En nuestra visión, la escogencia de las opciones del ejercicio del poder debe ser realizada en favor del conjunto de la sociedad que con su pronunciamiento, en cualquier caso, las determina por los valores que previamente ha aceptado y que persigue con el ejercicio del control mediante el seguimiento específico definido en las formas y las funciones establecidas por la Constitución de 1999. Por supuesto, el desarrollo se tipifica por la aplicación de la estrategia escogida, asume el sello distintivo con el cual se manifiesta en el contexto internacional, pero su objetivo prioritario queda vinculado a la satisfacción interna de la demanda económica de bienes y servicios, a las obligaciones institucionales y a los principios de solidaridad social.
La búsqueda de nuevas posibilidades de desarrollo en una economía de mercado requiere entre otros aspectos, la formulación de normas para facilitar las inversiones y la transferencia de tecnología; es decir, que se deben formular políticas que sean el reflejo concreto de las legítimas exigencias de progreso que la propia comunidad nacional, a través de sus estructuras jurídicas, económicas y sociales, ha logrado formular bajo la racionalidad empírica que filtra en el tiempo, a través del conocimiento científico, la solución más eficiente de los problemas.
Pero, si a la secuencia del hacer y de la racionalidad científica se contrapone la voluntad política, se producen condiciones que anulan los esfuerzos precedentes, se perjudica la gobernanza del Estado y su funcionalidad, y se inducen crisis cuyas variables, en los mejores de los casos, intentan limitar los daños preservando las instituciones, sin preocuparse del ulterior deterioro de la sociedad, pues si se llega a la alteración de las reglas que garantizan la funcionalidad de las instituciones, se determina en los hechos la ruptura del orden constitucional, se anula la división de los poderes y se conculcan los derechos de los ciudadanos, máxime cuando la tentación totalitaria se manifiesta como hipérbole del continuismo del abuso con el cual se ha secuestrado el ejercicio del poder.
La experiencia histórica evidencia que en un sistema democrático se impone el crecimiento del conocimiento proyectado en el tiempo y en el desarrollo económico y social. Es un proceso científico que transforma y hace crecer la sociedad cuando en su actuación prevalece la racionalidad de la ética: su inspiración y conducción no solo deben caracterizar las acciones concretas de los comportamientos de las instituciones, sino que al mismo tiempo exigen la promoción de los valores de los cuales son portadores los actores políticos, económicos, sociales y culturales.
Los alcances de libertad, de justicia, de dignidad e inviolabilidad de la persona, de los derechos humanos, de la pulcritud y transparencia de la administración pública, de su funcionalidad y eficiencia, son objetivos estratégicos que califican el sistema democrático y le otorgan la legitimación que deriva por alcanzar una superior categoría de civilización: es este el proceso evolutivo que merece el reconocimiento, respeto y aceptación como expresión de la forma más democrática a la cual la humanidad ha llegado en la estructuración del poder del Estado, muy lejos del albedrío jurídico e imposición practicada por el órgano tutor de la legitimidad democrática para inhabilitar los candidatos de la oposición a la representación de los ciudadanos.
Los principios que el sistema democrático expresa por su formulación y por su espíritu procedimental, relativizan las finalidades perseguidas por las otras racionalidades presentes en las estructuras del Estado y de la sociedad. Las leyes que definen el comportamiento de las diversas instituciones necesarias para la funcionalidad global de un Estado promotor de desarrollo y de las consecuentes relaciones con la sociedad indican las pautas y modalidades con las cuales se aplican los principios filtrados por la ética de la racionalidad.
Queda un axioma: la libertad es la dimensión histórica del hombre, nunca el prevalecer de la racionalidad de la ética disminuirá o conculcará libertades, sino que propiciará la continuidad entre el fin de un periodo histórico y el comienzo de otro para incorporar en la transición las modificaciones propiciadas por el principio de causalidad, la inspiración de la estética y los valores morales que deben permear las acciones de los ciudadanos en sus relaciones con las instituciones definidas en el pacto social vigente.
Fuente:
http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/etica-racionalidad_199971
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