domingo, 16 de enero de 2011

tres notas para devorar y una portada de pretexto









EL NACIONAL, Caracas, 20 de Abril de 1999
Contigo, pan y cebolla
Alberto Soria

La mujer moderna, las flacas y superflacas juveniles (que ahora son mayoría), creen que es una frase de "doble" mal gusto la promesa española de amor con la cual se alimentaron millones de parejas en el pasado.

A ninguna mujer de finales del siglo XX se le ocurre aceptar marido o novio bajo el lema de "contigo, pan y cebolla".

Eso ya no es amor platónico ni promesa de sacrificio compartido. No porque el amor sea distinto o menos ciego, sino porque el pan engorda. Y porque la cebolla, a pesar de ser un alimento natural, no es recomendada en ninguna dieta de buen ver.

Lo cierto es que, sin pan y sin cebolla, triste es la vida o la cocina, que viene a ser lo mismo.

El pan ha sido en la historia de la civilización el primer alimento. Si usted está a dieta no deje de leer ahora, porque no lo aburriré con la historia del pan. Lo que deseo explicar es que ningún nutricionista serio considera al pan pecado mortal. Condenan el exceso de pan por la cantidad de calorías que surten, pero eso no lo convierte en alimento paria, prohibido por la modernidad.

En la mayoría de los países industrializados, el pan aporta 29% de la energía total de una dieta. En las sociedades más pobres, pero con cereales (trigo, arroz, maíz, mijo, avena y centeno) el pan, que de todas esas cosas se hace, está presente en desayuno, almuerzo, merienda y cena. Quitarlo de algunas comidas es diferente a quitarlo de la mesa.

En la cocina del Mediterráneo, una de las más sanas y sabrosas cocinas del mundo, al pan con su corteza ligeramente tostada se lo convierte en manjar. Con él se untará el aceite de oliva, el vino, o la salsa espesa. Sobre él se depositarán las sardinas, las lonjas de legumbres, fiambres o quesos.

La cocina catalana hizo de una rebanada de pan una especialidad regional ante la cual los franceses se sacan el sombrero, untando primero el pan con la mitad de un tomate maduro, y luego enriqueciéndolo con un toque de aceite de oliva y sal antes de usarlo como base sobre la que depositarán después lo que quieran o puedan. Pan con tomate, se llama el invento. Y es mucho más sabio que comer ese pan chicle que se guarda en la nevera a cuenta de que como es integral, no engorda.

Toda gran cocina tiene gran pan. Salvo la de China y parte de Asia, donde el arroz cumple esa función.

La cebolla natural, rica en minerales, es despreciada por las dietas modernas porque no es de buen ver. Los cocineros europeos y quienes de ellos aprendieron, lloran por ello.

Indispensable en ensaladas, salsas, guisos y sofritos, se la puede comer cruda, asada, hervida o frita. No hace que uno engorde. Pero no se la quiere, como tampoco al ajo, porque son populares y dejan mal aliento.

Circunstancia que confirma que en los últimos años gracias al aerobics, los gimnasios y la idolatría por el serrato mayor, el gran recto del abdomen y el oblicuo, ahora sabemos más de músculos pero menos de cocina.

Con razón De la Rochefoucauld se revuelve en su tumba. Hace 200 años sostenía que cuando uno pierde el apetito, "pierde la razón".

EL NACIONAL, Caracas, 16 de Mayo de 1999
Ilusión á la carte
Alberto Soria

El aviso aparece con cierta periodicidad. Cuando hay que llenar los cupos, supone uno. Promete a quien se inscriba, dotarlo de los saberes necesarios para que viva y goce de éxito social cursando una de las "más glamorosas profesiones" de la actualidad: cocinero. Claro que no lo llaman cocinero sino chef.

La sociedad ha tropezado sin quererlo, con la cocina de la ilusión, la pseudo cocina, esa que forma cocineros en microondas. Jamás les explicarán a los inscritos, que si existen oficios sacrificados y esclavos, ese es uno de ellos. Que si algo necesita la cocina, es orgullo. Que los grandes cocineros franceses que ven en la revistas, son grandes después de por lo menos veinte años de oficio. Graduados en instantaneidad, uno teme que los egresados sepan más de vernisages y sociales que de nutrientes y el punto de humo de los aceites.

Nos pasa en la mesa pública, lo que describe Joaquín Sabina en su radiografía de la modernidad urbana: ahora no tenemos peluqueros sino estilistas.

La ilusión está de moda. Por eso los restaurantes fashionïs se me atragantan. Tanto, como los sitios naturistas.

La ciudad está ahora llena de restaurantes bonitos, modernos, con nombres ingeniosos y menús "creativos". Sobreviven, en el mejor de los casos, tres años. Me refiero al nombre. Al menú creativo lo hace polvo antes de seis meses, el desencanto y los desarreglos estomacales de los comensales.

Más cercanos a Hollywood que a la cocina, son una aventura donde usted paga caro, pero no tanto como en un restaurante serio, para comer poco, lo que sea, con salsas recién nacidas.

En algunos centros comerciales y en las urbanizaciones de alta densidad en restaurantes, los fashionïs compiten entre ellos por la fama efímera de la novedad. Como no saben qué cocinar, inventan "estilos culinarios" que no son sino mezclas de cocinas y platos... tratando de ensartar al comensal. Así nacen sitios fashionïs donde ofrecen cocina italiana light y sushi; cocina de California con platos mongoles y sabores tropicales; cocina turca, con pizzas vegetales, y salsas tailandesas.

Si los restaurantes fashionïs son un desencanto producto de la improvisación y la aventura, los sitios de alimentos naturistas, aunque se les parecen, son peores.

Según el biólogo Grande Covián, un desmitificador de mitos en la alimentación a quien los gastrónomos veneran, "el negocio de la alimentación natural, es un fraude". Según el maestro, se parte en ese negocio de dos supuestos. El primero: que hay un montón de alimentos naturales que sólo se pueden obtener en casas especializadas. El segundo, que esos alimentos tienen poderes extraordinarios.

El calificativo "natural" explica Grande Covián, sólo es aplicable a aquello que se produce espontáneamente, sin intervención de la mano del hombre. Escasos para vivir son esos alimentos y por ello la civilización inventó la agricultura.

Quien crea "que una vitamina obtenida de una planta es superior a la vitamina obtenida de un laboratorio, lo único que demuestra es una descomunal ignorancia de los conocimientos químicos más elementales", asegura. Lo de la dieta natural, los restaurantes y las tiendas ídem, no son sino un engaño, concluye el experto.

Seducidos por el calificativo de lo "natural", los amantes de lo fashion, las gordas en apuros y los amantes de lo esotérico, en lugar de ir al mercado van a la tienda naturista. Allí compran frascos de vitaminas de papaya en lugar de comer regularmente lechosa, cremas de berro para el cutis, y tés de hojas asiáticas que le darán al varón, la fortaleza que la naturaleza le recorta.

La sociedad los tolera y a veces los festeja, atenazada entre la novedad, la inconsistencia de los restaurantes montados sobre el efímero imperio de la moda... y el fuego infernal que en el mas allá y en el mas acá, persigue a la gordura.


EL NaCIONAL, Caracas, 21 de Noviembre de 1999
Tendencias de la posmodernidad
El último refugio de la tradición
Alberto Soria

Para la persona culta, la cocina se está convirtiendo en el último refugio de la tradición. Nadie habría supuesto eso a principios de siglo.

Este siglo, si algo tenía cuando comenzó, era tradición y certezas. No había tan buena cocina al alcance de todos como la que usted puede comprar ahora cuando reserva una mesa en un restaurante de profesionales. Ni se había llegado siquiera al refinamiento y la abundancia que se disfruta hoy en cosas tan importantes como la tecnología disponible para cocción, la riqueza de los recetarios actuales, la gigantesca cantidad de opciones en alimentos y especias, la fineza de aceites y vinagres, ni buenos vinos a bajo precio.

A finales del siglo XIX, la gente adinerada comía muy bien. Las revoluciones de los siglos anteriores (la Revolución Francesa y la Revolución Industrial) fueron caminos por los que se popularizó la mesa, la búsqueda de la calidad, y el buen gusto, por encima del apellido.

El siglo XX, dice Paul Johnson, no comenzó con un descorche de botellas de champagne el 31 de diciembre de 1900, como seguramente tampoco comenzará el siglo XXI con un descorche de vinos espumantes en el 2001 que no en el 2000.

Los historiadores y científicos no se han puesto aún de acuerdo en cuándo comenzó en realidad el siglo XX. Para algunos, el siglo comenzó recién en 1914, cuando la Primera Guerra Mundial cambió la historia y al mapa de Europa. Para otros, ni siquiera entonces, sino en mayo de 1919, cuando un par de expediciones científicas enviadas a fotografiar un eclipse solar en Africa Occidental y en Brasil, comprobaron que la teoría de Alberto Einstein, era cierta.

Los escritores, poetas y filósofos del primer tercio de este siglo frecuentaban los cafés, se reunían en tertulias en bares, discutían principios y doctrinas durante o después de una comida, y amaban la cocina y el vino.

Los científicos, que comenzaron a suplantarlos como personajes cuyas biografías, gustos y costumbres buscaban ávidamente los medios de comunicación, eran diferentes.

Ellos introdujeron los criterios que dieron certeza a la mitad del siglo, pero su influencia social fue diferente. No eran hombres de la buena mesa, ni soldados de las tradiciones sociales, sino generalmente hombres solitarios, inmersos en su mundo y en sus teorías.

Fue en ésa época cuando Ortega y Gasset retrató la diferencia entre los "humanistas" y los científicos devenidos en "especialistas" con una definición lapidaria. El especialista, el hombre tan famoso de la modernidad, no era en su criterio "sino un bárbaro, que sabe mucho, de una sola cosa".

La sorpresa hoy es grande, cuando las nuevas corrientes científicas advierten que las certezas que la modernidad cree poseer, no existen.

La teoría de Einstein ha sido superada. El criterio mecanicista del mundo, destruido. Se ha demostrado que la materia es inestable y que no existe un destino determinista del futuro, sino meras especulaciones y probabilidades. Lo afirman Popper, Berlin y Prigoguine.

Diluidas las tradiciones y destruidas las certezas, a finales del siglo XX lo único que sobrevive en la cultura del siglo es la herencia de lo clásico.

Son la buena música, la buena literatura, los buenos modales y la buena cocina las cosas que harán el nexo entre el mundo moderno y las glorias del pasado. Por eso, cuando se derrumban todos los credos y doctrinas, sobrevive lo que tiene clase: desde Mozart, hasta el aceite de oliva.

asoria@reacciun.ve

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