lunes, 6 de diciembre de 2010


NOTITARDE, Valencia, 5 de Diciembre de 2010
El Último de los Profetas: Juan (LcMt. 3,1-12)
Pbro. Lic. Joel de Jesús Núñez Flautes


En este segundo domingo de adviento se nos presenta la figura de Juan el Bautista, reconocido como el último de los profetas, el que sirve de puente entre el Antiguo y Nuevo Testamento y anuncia la llegada del Mesías y al que reconoce que es más fuerte que él y no es digno de llevarles ni siquiera sus sandalias y bautizará con Espíritu Santo y fuego. Juan viene a ser el relevo del profeta Isaías, la voz de Dios que grita en el desierto e invita a preparar el camino del Señor, allanando sus senderos.
Juan el Bautista se nos presenta como una figura-modelo en este camino hacia la celebración de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo. Se presenta austero, sencillo, de talante penitencial, radical, servidor de la verdad, sincero y directo con aquellos que no viven coherentemente y se dicen servidores de Dios, humilde para saber reconocer su lugar, no usurpa el puesto del Mesías y no busca poder alguno, sólo anunciar la verdad de Aquel que ha de venir y del cual se siente su mensajero. Su forma de hablar, de vestir y hasta de comer describen al hombre carismático, al profeta escogido por Dios directamente, fortalecido con el poder de su Espíritu Santo, con la misión de anunciar la Buena Nueva de la Salvación y el primero en vivir aquello que anuncia, una constante conversión, un dirigir su vida hacia Dios.
Juan hereda y manifiesta en su predicación y actuación el mensaje y el estilo de los profetas del Antiguo Testamento. El llamado a la conversión, que pone de manifiesto su profetismo. No basta con la pertenencia al pueblo de la Alianza, no basta el declararse religioso y aparentar ser un hombre de fe, sino que la conversión, el pensar, sentir y actuar al estilo de Dios es lo que determina que realmente se está en el camino de la salvación; por tanto, la conquista de la vida eterna pasa por un esfuerzo personal, por una decisión de vivir de acuerdo a los mandamientos divinos y no un creerse salvado por pertenecer al Pueblo de Dios.
La conversión, según lo anuncia Juan el Bautista, viene urgida por la llegada inminente del Reinado de Dios y del fin de los tiempos. Esa llegada de Dios manifestada en Cristo, que viene a traer la salvación e inaugura el camino que conduce a la vida eterna.
La disposición previa para el cambio de vida, para dar el paso hacia la conversión es reconocer nuestras limitaciones, nuestros errores y debilidades; en fin, nuestro pecado ante Dios y los hermanos. Los fariseos y saduceos a los que Juan enfrenta, como lo hará Jesús en su momento, eran soberbios, se creían perfectos, sin pecado, más religiosos que cualquiera; con ellos El Bautista se muestra duro y exigente, para hacerles ver que el camino hacia Dios pasa por la humildad de reconocer nuestra finitud y miseria.
La Palabra de Dios en este segundo domingo de adviento, con la figura de Juan, nos está invitando a una conversión, a un cambio interior y exterior en nuestra manera de pensar y actuar, que implique nuestras actitudes ante la vida y nuestros actos, un giro de cien grados para redirigir o reorientar la vida hacia lo bueno, lo noble, lo santo, lo puro, hacia Dios y los hermanos. Cambio que no es nada fácil y que supone un ponerse en marcha, meterse en el proceso de transformación y que dura e implica todo el camino existencial. Por tanto, convertirse es vivir en un constante caminar hacia Dios y hacia los hermanos, viviendo los valores del evangelio; viviendo al estilo de Nuestro Señor, Jesucristo.
Por el bautismo (donde se recibe al Espíritu Santo) el cristiano comienza su camino de conversión, bautismo que prefiguraba Juan a orillas del Jordán y que anunciaba el de Cristo. Juan bautizaba como señal de querer vivir la conversión; el bautismo de Cristo o en nombre de Cristo será el definitivo y donará el poder que viene de lo alto y transforma interiormente al ser humano y lo abre a la vida divina.
Pidamos al Señor en este domingo que constantemente mueva nuestros corazones a la conversión, que nos ayude a cambiar desde adentro (superando todo tipo de pecado) y podamos manifestarlo en nuestras buenas obras (materiales y espirituales) y en nuestra manera de pensar, sentir y actuar delante de Dios y de los hermanos, especialmente los más necesitados que son los preferidos del Señor.
IDA Y RETORNO: Los colores en la liturgia tienen un significado; es decir, se presentan dentro del culto como un signo que nos ayuda a vivir y a entender mejor el tiempo del año litúrgico o la celebración que estamos viviendo. El color morado simboliza espera, esperanza, penitencia o conversión y se utiliza en el tiempo de adviento, de cuaresma y celebraciones de difuntos. El color blanco simboliza pureza, dignidad y se utiliza en el tiempo de Navidad y Pascua y en la fiestas de Cristo, de la Virgen y de los santos que no son mártires. El color rojo significa fuego, sangre, poder de Dios y se utiliza en el tiempo de Pascua (Domingo de Ramos y Viernes Santo) y en la fiesta de los mártires y del Espíritu Santo. El color verde se utiliza en el tiempo ordinario y simboliza esperanza.


Ilustración:
http://www.minusspace.com/2010/08/abstraction-creation-geometric-abstract-art-from-europe-to-south-america-1945-1970-austindesmond-fine-art-london-united-kingdom/

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