Depredadores de ayer y hoy
Luis Barragán
Días difíciles, solemos lidiar con el insomnio a través de la relectura,
pues, acá son escasas las ofertas editoriales que generan un enorme interés en
el extranjero. E, incluso, nos hemos reencontrado con la mejor escritura, ahora
tan atropellado el lenguaje – propio y ajeno – al compás de los acontecimientos
exageradamente telegrafiados.
Coincidió nuestro periplo por las páginas de Mariano Picón-Salas,
adentrados en “Los días de Cipriano Castro” (1953), con el descubrimiento en
las redes de la película “El Cabito” de Daniel Oropeza (1978). Versión ésta más
teatral que cinematográfica, aplaudida por la crítica de entonces, se nos
antoja harto caricaturizadora del presidencial cazador de hímenes y de su
entorno, en contraste con aquélla que logra debidamente contextualizarlo con
envidiable talento literario.
La Venezuela de la época no sabía del estilo de vida del mandatario, de sus
abusos y tropelías, porque obviamente no había libertades públicas, los medios
no eran tan masivos y buena parte de la población estaba sumergida en el
analfabetismo, entendiendo y aceptando, como décadas después resultaba
inimaginable, toda suerte de potestades, ocurrencias, atributos, antojos,
competencias y arbitrariedades del poder. Excepto la campaña que promovió Juan
Vicente Gómez para desacreditarlo lo más extensa e intensamente que le fuese
posible, con el tiempo le descubrimos algunas de las intimidades personales y
políticas parecidas a otros numerosos actores que procuraron limpiar toda
evidencia antes y luego de salir de Miraflores.
Los depredadores de ayer, aún de acertadas iniciativas, gozaron de una
radical censura, inflamada la devoción, condición inicial para que prospere toda suerte de vicios, e
imposibilitado un periodista o un adversario político de constatarlos y de
denunciarlos, con facilidad podían fingir grandes virtudes en una sociedad
cómplice. Gracias a una elemental y
semejante condición, los depredadores de hoy confían en que jamás se revelarán
sus desafueros y quizá – atisbándolos – no abundarán los testimonios de actos y
escenas que una mínima escala de valores, en una sociedad tan vapuleada por
ellos, rechace. Por ello, nos preguntamos por el destino de los alcahuetes,
asistentes, operadores o escoltas absolutamente prescindibles, que conocieron o conocen de desmanes personales,
triquiñuelas de ocasión, trámites bancarios u otros encargos más y menos
delictivos.
De mayor vistosidad y desenfado en el exterior, en el patio ya se filtran
noticias sobre los fiestones, modistas, joyeros, sastres, caprichos y demás aficiones que prometen, entre la verdad
y la mentira que se mezclan al agrietar las paredes del poder, el escándalo.
Nadie pretende una pureza de convicciones y de conductas, pero lo cierto
es que, en un régimen de libertades, temerosos del costo político que acarrea,
pocos se atreven a aventurarse con tantos testigos por delante, a traicionar la
confianza pública: en cualquier caso, la historia siempre les dará alcance.
05/06/2017:
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