lunes, 9 de mayo de 2011

EL SENTIDO (AUTO) CRÍTICO


EL NACIONAL - Sábado 07 de Mayo de 2011 Papel Literario/2
Gonzalo Rojas (1917 ­ 2011)
"Tan bien todo que iba"
ANTONIO LÓPEZ ORTEGA

Creemos que todavía retoza, respira, pero sus criaturas se van evanesciendo, como llamadas por urgencias ultraterrenas. Con cada día que pasa se vuelve histórico, objeto lejano de estudio, escenario en el que la literatura latinoamericana evolucionó como pocas. Quizás por su carácter portentoso, de reunir nombres, títulos, movimientos y apuestas estéticas como granos de arena se juntan en la playa, su vitalidad se extiende hacia adelante y hacia atrás con soltura y desenfado, borrando fronteras y quebrando bisagras. No se sabe cuándo comienza y cuándo termina, porque sus inicios pueden estar en el ocaso del siglo XIX (con autores que nos sonaban demasiado novedosos para la época) y su término en libros o apuestas que en el albor del siglo XXI siguen repitiendo sus lecciones y hallazgos.

Octavio Paz recordaba que la primera mitad de la centuria prodigiosa pertenecía a los rusos (Chéjov, Tolstoi o Dostoievski se volvían forzosamente universales), pero que la segunda, por arrojo y aportes, se le debía reservar a la narrativa y la poesía latinoamericanas, cuya vitalidad ya sabemos que cubre más de cincuenta años, pues Modernismo, vanguardias, boom novelístico de los sesenta y la admirable progresión poética que va de Darío a, digamos, José Emilio Pacheco, ejercicio que no se asemeja a coser y cantar, se agolpan en unas pocas décadas sucesivas. No sabemos si el siglo envejece o muere, pues su irradiación es francamente adictiva, pero sí que sus figuras se van a la tumba, clausuran sus obras, le ponen punto final a sus voces, en una especie de canto fúnebre que, tristemente, ya comienza a ser coral. Uno de los se acaba de ir "de bruces, como todos, a dormir en dos metros de cemento allá abajo" es el gran poeta chileno Gonzalo Rojas (1917-2011), voz referencial y única que hizo del siglo su propio aposento, su espejo, su caída, su esqueleto, su lecho para renovarse cada vez que sorbía la carne de la amada.

Fiel a la tradición de una tierra de poetas, con dos premios Nobel a cuestas, su cortesía frente a la Mistral o su devoción juvenil por Neruda no tuvieron tanto peso como el legado de Nicanor Parra y el de sus propios contemporáneos de "Mandrágora", pues el juego verbal, las lecturas surrealistas, la musicalidad, el humor o la senda pionera trazada por Huidobro marcaban un destino estético alejado de formalismos y sentimentalidad. La voz de Rojas reinventaba el idioma a punta de sonoridad, libre asociación, retruécanos sintácticos y honda reflexión sobre el sentido de lo humano. Poesía para escuchar, que no tanto para leer, su caso confirma --como en nuestro Juan Sánchez Peláez, amigo personal del chileno-- un linaje en vías de extinción: aquél que le reservaba a la escucha facultades mayores que a la visión. Poesía que no suena, a fin de cuentas, es poesía escrita por sordos, y no hay descalificación mayor para éstos que fueron coetáneos en "Mandrágora" que la de decir: "este poeta no tiene oído". Admitir que "esto no se entiende sino abajo/cuando la Oreja es tiempo", es reconocer que la poesía es más susurro que sentencia, más ululación que frases, más música que conceptos, más ritmo que parquedad expresiva.

Después de su salida de Chile en los años setenta, el maestro reconocía que su llegada a Venezuela había sido un horizonte pero también un disparadero. La publicación en 1977 de su libro Oscuro, en cuidada edición de Monte Ávila, justo cuando el poeta cumplía sesenta años, incluía poemas de reciente factura pero también de sus dos libros anteriores: La miseria del hombre (1948) y Contra la muerte (1964). Si bien para entonces ya se trataba de un poeta mayor, aunque con escasa obra publicada, después de Oscuro Rojas no cesó de publicar hasta prácticamente el día de su muerte.

Los libros se seguían uno tras otro, también los cuadernillos y las plaquettes, también los poemas sueltos en las más diversas revistas o suplementos.

El concepto de libro para Rojas, al menos después de sus tres primeros, se desvanecía en ediciones sucesivas, donde poemas nuevos y viejos convivían sin mayores obstáculos: "libro viejo y libro nuevo al mismo tiempo, jugado en el juego fragmentario que nada tiene que ver con la dispersión". Con el título Oscuro --recordaba el maestro en sus días caraqueños-- se entregaba un artilugio, un talismán sonoro: de la O pronunciada a media boca se iba a la U gutural y de allí de vuelta a la media boca, como si la poesía hurgara siempre desde la superficie hacia las tinieblas: "Coraje, mi esqueleto:/ninguno, por muy limpio, se mancha, y está claro/que este pez volador va entrando en otra órbita".

Sus cuatro años en Venezuela se caracterizaron por su amistad con Vicente Gerbasi, Juan Liscano, Guillermo Sucre, Eugenio Montejo, Alejandro Oliveros. Y cada vez que volvía, como en ocasión de una Bienal Ramos Sucre, se juntaba con Juan Sánchez Peláez en su legendaria casa de Altamira. Allí se les podía admirar, de poltrona a poltrona, hasta el momento en que el lenguaje se volvía señas, críptico, dos grandes de la lengua hablando en un idioma cifrado, que sólo ellos entendían, lleno de memoria, nombres y recuentos juveniles.

En la Caracas de los setenta fue acogido por la Universidad Simón Bolívar, en cuyo departamento de literatura trabajó, enseñó y hasta concibió junto a Guillermo Sucre lo que luego sería la Antología de poesía hispanoamericana del siglo XX, obra referencial por excelencia. En Bello Monte habitó como un ciudadano cualquiera, lejos de su Lebu "marítimo y fluvial, maderero y carbonífero", leyendo a Ramos Sucre, y asegurando que en el techo de su dormitorio había colocado un espejo de origen chino que recogía con fidelidad las noches de pasión. En esas aulas no tan lejanas de la Universidad Simón Bolívar recitaba a Hoelderlin en perfecto alemán y se atrevía a traducir uno que otro verso a la lengua de Castilla, buscando sonoridades que fueran musicales. Alguna promoción de talleristas de poesía del Celarg contó con su tutoría por un año, y los que se beneficiaron de su verbo y lecturas, verdadera enciclopedia ambulante, no habrán podido olvidar sus dotes de lector y recitador, de los que en vez de seguir las líneas del poema recitaban mirando a los ojos para buscar correspondencias. Era ya un grande de Hispanoamérica y apenas lo intuíamos.

Un poema de su libro Del relámpago (1981), llamado precisamente "Para órgano", intenta, como muchos de sus textos, una poética, o quizás una narración del mismo acto de escribir: "Tan bien que estaba entrando en la escritura de mi Dios/ esta mano, el telar secreto, y yo dejándola/ ir, dejándola/ sin más que urdiera el punto del ritmo, que tocara y tocara/ el cielo en su música como cuando las nubes huyen solas". El poeta recrea su propio ritual y narra cómo se materializa la escritura: "los huecesillos móviles" son los de la mano, "las cinco virtudes áureas" son los dedos bajo la luz de una ventana, "la tensión" habla de la empuñadura, "la partitura de la videncia" es la imagen que se gesta, "el juego armado" es alguna escena de infancia recuperada. El poeta concluye con "el trato de arteria y luz", como si en el punto preciso en el que la escritura surge todo se resumiera al contrapunto entre organismo (arteria) e ideas (luz). Torcerle el cuello al cisne para extraerle la médula, el sentido, bajo una hoguera que bien pudiera ser la sintaxis, no sólo servía para poemas de alumbramiento, como "Para órgano", sino también para poemas de clausura, de cierre, como el que escribió a raíz de la muerte de Cortázar, otro de los idos del siglo: "Es que no se entiende. Es que este juego no/ se entiende. Ha el Perseguidor/ después de todo echándose largo en lo más óseo de/ su instrumento a nadar/ Montparnasse abajo, a tocar otra música. Ha fumado/ su humo, solo/ contra las estrellas, ha reído".

¿Por qué, a la luz, o sombra, de su muerte, Gonzalo Rojas sólo nos deja una fiesta de los sentidos? ¿Por qué se aparta de su propia tradición y construye una poesía que va a contracorriente de todo lo que conocíamos? ¿Por qué cualquier tópico en él, incluso los más fúnebres, se convierten en celebración? ¿Cuándo el idioma castellano había recibido la misión de revelar tanto potencialidad y fuerza semántica? No es hipérbole hablar de una voz única, de un estilo que se reconocía en las primeras líneas, de un erotismo siempre renovado, de un humor fino, ingrávido, para ir "contra la muerte". Su lectura, su reconocimiento, su trayectoria, si ya eran grandes en vida, bajo el manto de la muerte me parece que se amplificarán hasta lo indecible, remarcando su originalidad y musicalidad. La crítica se ha quedado parca frente a un autor que revolucionó las formas y escarbó en la existencia humana como nadie.

Su humildad, su reserva, su cosmovisión, su sentido de la amistad, su sentido crítico y autocrítico, su raigambre moral, su concepción de la obra como un work in progress, su lectura atenta de los más jóvenes, su sencillez de hombre provinciano, hijo de carboneros, su verso revelador de nuevas realidades, lo encumbran a la cima del idioma y le otorgan un hálito de inmortalidad que él ya hubiera querido para otros, sus admirados escritores o autores de cabecera. "De los acorralados/ es el Reino", gustaba de decir como para indicar que siempre se escribe desde los márgenes: márgenes que pudieran ser su Lebu natal, su "torreón del renegado", su "pobrecilla niñez que somos y seremos". En una línea de "Para órgano", mientras se reconoce en la gestación de la escritura, el poeta afirma gozoso "Tan bien todo que iba". Y en efecto todo iba bien antes de que la muerte se entrometiera con su zarpazo de fin de infancia. El acto de la escritura, cuando todo se asienta, puede ser también epitafio, líneas cerradas, pero en la poesía de Gonzalo Rojas nunca hubo muerte real sino epifanía perpetua. Tiendo a pensar que ese será el legado máximo de su poesía: renacer y renacer, como el ave Fénix que se levanta de entre las cenizas.

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