De una privilegiada observación
Luis Barragán
Cada vez desmayan más las movilizaciones de calle del gobierno,
entendiéndolas como la oportunidad para alcanzar algún recurso de
supervivencia, el testimonio de preservación de un empleo que nunca podrá garantizar
y el gesto capaz de simular una adhesión que, a la postre, demuele moralmente a
sus asistentes. Los aventajados promotores, arbitrando las inversiones, las
desean como una escalada de escarmiento definitivo frente a toda disidencia,
cual tsunami que espontánea y estrepitosamente la arrope, reduzca y asfixie
evitándole el costo insoslayable de una masiva operación de comando con la que
sueña toda propuesta totalitaria al sublimar la solución final.
Valga el ejemplo, las infructuosas tareas de provocación que regularmente
adelantan en las adyacencias de la sede legislativa de Caracas, cierta vez se
pensaron como la devoción ilimitada de una muchedumbre enardecida capaz de
acabar con los parlamentarios de la oposición, espontánea y gratuitamente. No ha
ocurrido así, infiero, porque el grueso de los convocados exhibe una militancia
nominal en el partido de gobierno, padece la calamitosa situación que aqueja al
resto de los venezolanos con la implícita o explícita objeción de consciencia,
no está dispuesta a dar una respuesta desconocida que únicamente favorecería el
interés de sus animadores, no desea arriesgarse entre los desconocidos de un
reclutamiento azaroso que tiene en las dependencias oficiales su fuente
principal, desembocando en una apuesta temeraria, por decir lo menos.
El fracasado cerco del Capitolio Federal, más allá de la constancia
expuesta por los piquetes tarifados en algunas de sus esquinas, permite colegir
sobre la falsa o insuficiente bolsa de comida, la promesa incumplida de una
cantidad de dinero, la precariedad de un empleo que no se sostiene por una
volandera certificación de asistencia y quizá toda la precaución tomada en
relación al chivo expiatorio que se
intuye necesario para la ya probada gesta de victimización del régimen. Por
ello, el ensayo general del asalto a la
Asamblea Nacional, teatralizándolo fallidamente como una reacción popular
mientras dejó ver las costuras de una acción planificada y ejecutada por los
más decididos miembros de la logia oficialista local.
Los actos gubernamentales de masas que suelen confundir con una política de
masas, según el manual, algo distante a lo que los politólogos cubanos llaman democracia participativa de masas, están
demasiado teñidos de un revanchismo que la realidad apenas logra contener. No
los hay, porque nunca los hubo, ni siquiera por motivos electorales, como una
jornada pedagógica de civismo, pues, militarizado el compromiso político,
siempre se trató de una demoledora demostración de fuerzas susceptibles de una
rápida actuación con el único chasquido de los dedos de quien funge como el
líder o el retratista-hablante del enemigo a destruir, sitiando caseríos,
pueblos y ciudades, como lo ilustra el fallido y enfermizo empeño de acabar con
los parlamentarios adversos, más allá del ridículo perifoneo y de los cohetones
que llegan al patio de palacio, quemando las divisas.
El pasado 19 de abril tuve la involuntaria ocasión de transitar entre los
contingentes del oficialismo que descongestionaban la avenida Bolívar de
Caracas, luego del mitín-sarao de
Nicolás Maduro. Encomendado a Dios, los atravesé sorteando una circunstancia
personal que cito – nada vanidosamente – para contextualizar la rara y larga
faena que me tocó en suerte.
Horas antes, había pisado la autopista a la altura de Altamira y, entre los
iniciales disparos lacrimógenos y de los otros que sólo después se saben, me
resentí de la lesión en la rodilla izquierda que produjo uno de los eventos
escenificados en la avenida Libertador, días antes, donde – por cierto – recibí
el auxilio inmediato de Henry Alviárez,
logrando levantarme del pavimento en medio de un obsceno y letal gaseo; y más tarde, perdidos los lentes y despegada
la suela del zapato deportivo derecho, cual aguja en un inmenso pajar, hallé
casualmente a Nancy Rivas, quien me orientó y ayudó a salir del lugar para un
duro recorrido a pie de varias horas. De vuelta a la escena anterior, muy
adolorido, José Gregorio Contreras y Clemente Bolìvar lograron sacarme del
radio altamirano, presumo a la altura de Chacaíto; y, en El Recreo tenebroso de
pimienta, mostaza o lo que fuese, José Gregorio intentó devolverse al teatro de
los acontecimientos y Clemente, insistió en llevarme a su casa para atenuar la
dolencia.
Pasé dos o tres horas en la casa de Clemente, cuyo automóvil estaba dañado y, de todos modos, nada se haría ya
que la ciudad estaba deliberada y completamente incomunicada, excepto para los
transportistas del acto gubernamental.
Me preocupaba mucho el regreso a la casa de mi hermana, ya que
telefónicamente reportaba una situación difícil en El Paraíso, al otro lado de
la ciudad.
Bajo la protesta de mi anfitrión, decidí
irme antes de que avanzara la tarde con la esperanza de encontrar a un
mototaxista dispuesto, como tuvo en suerte José Gregorio ya rebotado de la
autopista, mordido por la represión. Caminé poco a poco, cojeante a la espera
del motociclista que nunca llegó, tomando y descartando opciones de calles y
callejuelas, desprendiéndome de cualquier insignia partidista, confiado en la
oración.
Tapiadas otras alternativas, por la amable información que me dio una
agente de la PNB, me metí por la de mayor flujo de personas que nos pondría de
Plaza Venezuela hacia la misma avenida Bolìvar y de ésta hacia la avenida
Universidad, con la prudencia necesaria ante quienes seguramente se extrañaban
del solitario caminante, algo más o menos preparado para esquivar un posible
asalto. Al bordear el parque de Los Caobos, me supuse víctima del hampa, pero
únicamente el sujeto quería la colilla del cigarrillo que me quedaba,
alejándose agradecido.
Observador privilegiado, imposibilitado de sacar el móvil celular para las
fotografías deseadas, procurando ahorrar la batería para reportarme
regularmente con mi hermana y con Clemente en el difícil tránsito, lo más llamativo
fue el despliegue de autobuses, uno que otro del interior, mejor organizado el
recibimiento de los mitineados por
los dispuestos desde los ministerios y otros despachos, como el del SENIAT.
Quizá porque se marcharon antes los otros, dejando una estela interminable de
viandas desechadas de anime en cada cuneta,
lo que estaban estacionados acomodando confortablemente a sus pasajeros
de un reluciente material POP, contrastaban con los otros mitineados de a pie de la más variada estampa: los había caminando
lentamente con un niño tomado de la mano, con desteñidas franelas de viejas
campañas, animados alrededor de una bandera nacional, más apagados que
exaltados tras el agotador evento, lidiadores del sol y de la amenaza de
lluvia, también hurgadores de las viandas abandonadas, animados con Chávez y
resignados con Maduro, sin que nadie velase por su seguridad tal como lo vimos
en dos o tres buses, con escaso disimulo del radiotransmisor y del arma de
fuego.
Pasando al lado de un portentoso bus vino-tinto, esquineado en la Torre
Polar, el abordaje fue demasiado apagado, despojándose los pasajeros de sus
novísimas y relucientes franelas y gorras, prestos a tomar una pequeña vianda
que parecía autorizarlos para sentarse. Por un momento miré hacia atrás, distinguiendo
a dos o tres motorizados que aparentemente recibían lo suyo a las puertas de la
unidad.
Avancé hacia la Bolivar cruzada constantemente por motorizados que, por lo
menos, iban en pareja, perdida toda posibilidad de un taxista. Cierto, ya había
transcurrido dos o tres horas de finalizado el mitín, pero – teniendo a la
vista el fondo con la tarima - nada
indicaba un lleno, por lo menos, como lo supimos tantas veces en mítines
celebrados entre las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado que siempre
dejaban huellas prolongadas en el sitio. El tramo concentraba la más vistosa
propaganda, grandes equipos de sonido a desinstalar, y grupos de personas daban
paso a las pocas camionetas de lujo que rebotaban sus imágenes de los muy
oscurecidos vidrios, en el ambiente anodino de una obligación laboral cumplida,
pues, siempre fue mi impresión al paisajearlos.
Ya era tiempo de torcer el itinerario y tomar hacia la avenida Universidad,
preventivamente, pues, no soy una figura pública reconocible inmediatamente,
cuyo bajo perfil concuerda con el temperamento,
pero – en las vecindades de la sede legislativa – algún obcecado podría
enterarse y, por supuesto, el peligro pisaría mis talones. Caminé en zig-zag,
entre una acera y la otra, hasta que un joven -
enfundado en una chaqueta roja - se acercó y, con voz moderada, me
preguntó: “Diputado, ¿qué coño hace por aquí?”; y me dije silenciosamente,
“listo, me jodí”.
El joven no se identificó ni esperó respuesta y quizá observándome
cojitranco, me recomendó que tomara la
cuadra de la casa natal de Bolìvar lo más rápido posible, “porque esto está
lleno de camaradas”. Le hice caso, volteé por un instante y él se confundió con
otra gente, oyendo – esta vez – consignas más aireadas al acercarme a la
esquina de El Conde para doblar a la de Capitolio, con su enjambre deshilachado
de personas deseosas de transportarse.
Por suerte, detrás de la única camioneta que ofertaba el viaje por la
autopista hasta La India, la cual se llenó violentamente, entre adultos y niños,
estaba el motorizado que no me llevaría a otro lugar diferente, porque “El
Paraíso tá’candela maestro”. Y así ocurrió, desplazándonos de nuevo entre los
grandes cordones de la GNB y de la PNB que nunca dejamos de ver, arribamos al
sitio ya ajado por las lacrimógenas, al pie de La Vega.
La rodilla cada vez más inflamada supo de una avenida Páez interseccionada
por barricadas, cacerolazos, botellazos, gritos de condena al gobierno y, a la
vez, respondida por ballenas y tanquetas de fulgurantes chorros, lacrimógenas y disparos de quién sabe qué,
tejiéndola al acercarse la obscuridad que parecía ensancharla. Conocí de nuevos resquicios, cumpliendo un
periplo largo y penoso, evitando que me diera alcance algún objeto lanzado con
rabia, avisando de la supuesta cercanía a casa.
Circulaban motorizados que no cuidaban de esconder el cañón de sus
pistolas, aunque una de las dos personas asaltadas que vi, entregó sus cosas
aterrorizada en menos de un minuto, corriendo como podía para ocultarse tras un
delgado árbol mientras volaba el victimario confundiéndose cómodamente entre
los uniformados, aferrado el parrillero al módico botín quizá de un teléfono,
un reloj pulsera, una cartera. Muchachos inconformes y resueltos, trapeados en la cabeza, lo más lejos que llegaban
era con un peñonazo y un grito de rechazo, detrás de las bolsas despedazadas de
basura, recibiendo el múltiple cañonazo
lacrimogenador que muy probablemente escondía los otros disparos de quién sabe
cuál proyectil.
Tragando tanto gas como en el distribuidor de Altamira, esperé en un recodo
mirando la lejana disposición de los blindados de agua y gas que cubrían a los
efectivos de la GNB, emponzoñados frente a un edificio que los caceroleaba con
más fuerza. De repente, tronó ese rincón de la avenida versionando el
mitín-sarao de Maduro, haciendo la política de masas de sus encantos,
facturando desmedidamente la protesta que concernía a esa clase media sobreviviente de los muchos
edificios y las pocas casas de la vieja urbanización, también nutrida por los jóvenes que se veían
bajar desde la Cota 905 para dejar constancia del rechazo vehemente de los
sectores más populares encarcelados por el hampa organizada.
Esperé y llegué a la casa de mi hermana al día siguiente, resguardándome en
la cercana de otro hermano, porque no
logré superar las dos o tres cuadras que faltaban. La noche se hizo larga,
entre detonación y detonación, y el toque de queda impuesto en la práctica.
Me distraje un poco, atendiendo la inflamación de la rodilla, pensando en
el ambiente tan triste que percibí al concluir el acto de Maduro en la Bolívar,
extendido en las calles cercanas. Excepto la aventura indeseada de recorrerlo,
oficialismo adentro, la escena nada nuevo aportaba a lo que ya no eran meras
presunciones.
Días después, lidiando con el insomnio,
indagué en la red sobre aquellos mítines que celebraron la primera y
segunda declaración de La Habana, escaseando las fotografías y edulcorados los
pocos videos. Populismo de movilización, se dirá, pero – bajo la muerte y los
carcelazos de sus opositores – los Castro fueron experimentados dirigentes
políticos capaces de concitar y escenificar tan impresionantes actos que
apelaron a la democracia directa, pues, sorprendente, la asamblea dijo votar la
propuesta por unanimidad: la engañifa luego acostumbrada.
En contraste, hoy el régimen venezolano celebra sus actos de masas cuando
reprime a la ciudadanía salvajemente, en el este y oeste de Caracas, y los simula a través del reality-show que no tiene más atractivo
que la morisqueta agraciada sólo por los más cercanos colaboradores de Nicolás,
afincándose en la procacidad como su único mensaje. Además, no por casualidad,
entendido el casco histórico de la ciudad como una trinchera, genera un inmenso
tedio entre los suyos, cada vez menos numerosos, los mismos a los que condena a
las prolongadísimas colas por un tal Carnet de la Patria concedido como un
favor de algún quizá beneficio personal.
Probablemente, no bastando los
voluntarios que han acampado a las puertas de Miraflores, suponiéndolos
para las horas difíciles, el acto de
masas por excelencia que concibe es el de un enorme escudo humano que lo
proteja. Y faltando los adherentes, el dispositivo militar del que nunca dudan
en activar, sin previo aviso.
08/06/2017:
http://www.scoopnest.com/es/user/PrensaMCM/861586922493181954
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