sábado, 2 de julio de 2011

NOTAS

EL NACIONAL - Sábado 02 de Julio de 2011 Papel Literario/1
Montaigne: una economía de la gloria
NELSON RIVERA

Muy largo sería recapitular aquí en toda su emblemática irradiación, el caso de María Estuardo, reina de Escocia y más tarde de Francia, mujer hermosa, de saltarina inteligencia, que fascinaba a quienes la rodeaban, decapitada en 1587. Buena parte de su vida lo fue de esfuerzos por evitar las trampas y conspiraciones que eran el signo de los poderes reales de Europa. Ella, alto símbolo de aquella lógica de matrimonios pactados por el poder político, religioso y militar, moriría finalmente en la guillotina a los 45 años de edad, por orden de su prima, Isabel I de Inglaterra.

Michel de Montaigne recuerda este episodio 1 para insistir en el carácter volátil de la fortuna: quien la tiene hoy, del origen que sea, la puede perder en un instante. Es menester que haya transcurrido el último día de la existencia para obtener una conclusión duradera. El destino acecha a los hombres hasta el trecho final. Todavía más: de los varios ejemplos a los que recurre, puede extraerse todavía una posibilidad más: que sea inherente a la buena fortuna la amenaza de súbito estallido, de acabose fulminante. La muerte sería nuestra prueba verdadera. Ella puede ungir de gloria una vida o condenarla a la ignominia o al olvido. En otro ensayo, 2 el pensador francés sugiere que a menudo la fortuna decide mejor que cada uno de nosotros.

De la lista de aspiraciones comunes a los hombres --vida larga y en paz; riquezas abundantes; poder influir en el rumbo de la nación-- ninguna tiene la fuerza con que se desea la reputación y la gloria. Incluso los filósofos, capaces de quitarse de encima otros sentimientos insensatos, a menudo luchan en vano contra ese deseo.

Montaigne se pregunta 3 si alguien habrá podido librarse de "inclinación tan íntima" (en la traducción de Dolores Picazo y Almudena Montojo, de la Editorial Cátedra, se habla de "inclinación tan intestina"). De hecho, no se le escapa el efecto paradoja que consiste en hacerse de gloria a consecuencia de rechazar la gloria.

Que Montaigne (1533-1592) entendía la gloria como una compleja economía, como una red de intercambios, queda patente en algunos de los ejemplos que trae a cuento: el del Rey Eduardo III, que se niega durante la batalla de Crécy (1346) a prestar apoyo militar a su hijo, para no arrebatarle los beneficios simbólicos del triunfo. O la historia de Catulo Lutacio, primo del padre de Julio César que, al ver que sus soldados huían ante sus enemigos, escogió ponerse al frente, para que pudieran decir que se habían retirado siguiendo órdenes de su jefe.

Tras el derecho de Dios Con una frase plena de ironía, Montaigne abre fuegos en La desventaja de la grandeza: "Ya que no podemos alcanzarla, venguémonos hablando mal de ella", 4 pero aclara que toda cosa, por buena que sea, incluye defectos. Mucha de la articulación que le dedicó al tejido que constituyen gloria-honorreputación-fama, está sintetizado en las páginas del ensayo que lleva como título La gloria, 5 en el que traza el para- digma de su diversa reflexión sobre el tema: sólo a Dios pertenece la gloria. Que el hombre la persiga con tanta insistencia, es otra demostración más de su recurrente voluptuosidad. Montaigne escribe un diagnóstico, en pleno siglo XVI, que parece una caracterización del sujeto posmoderno: "Somos del todo huecos y vacíos". Puesto que carecemos de las cualidades necesarias (Montaigne veneraba la austeridad, tal y como lo expresa en ese breve elogio suyo que es La frugalidad de los antiguos), los hombres nos apuramos en la búsqueda de ornamento, de "viento y voces".

Que la gloria no siempre se corresponde con los hechos queda dicho en la frase que sigue: "La he visto marchar muy a menudo por delante del mérito, y con frecuencia rebasar el mérito un largo trecho". Lo que explica su carácter ligero, a menudo impredecible, es que en la visión de Montaigne, el honor y la reputación dependen de lo fortuito, de que los hechos destacados sean vistos y reconocidos. A la fama de Alejandro Magno y Julio César se corresponden las vidas olvidadas de cientos de miles, quizás tan audaces y magníficos como ellos, pero que no tuvieron los testigos y los escritores que reportaran, que documentaran sus respectivas hazañas (Montaigne cita esta eficaz frase de Salustio: "La fortuna es con toda seguridad la dominadora de todas las cosas; lo celebra y lo oscurece todo a su antojo más que según la verdad"). La gloria se propone hacer visible la profunda inequidad que rige una posible economía del coraje.

La antigua idea que separa la verdad de la apariencia, se vincula aquí con el apetito de propagar lo aparente ante el público más numeroso posible: "Mas el exceso de esta enfermedad llega hasta hacer que muchos busquen que se hable de ellos de cualquier modo". Quien actúa pensando en cómo trascenderán sus hechos, carece de la legitimidad de quien actúa por el valor que las acciones tienen en sí mismas. La conciencia del bien obrar debería ser recompensa suficiente. El alma no debería aspirar a ser representada, salvo en nuestro interior: allí, escenificada de forma exclusiva para nuestros propios ojos (lo visual es de forma recurrente el artificio con que Montaigne indaga en la condición humana), el alma se hará consciente de su propia fuerza, se preparará para soportar los peores dolores del mundo.

Peculiar, excepcional Copio aquí un párrafo de Las recompensas honoríficas, 6 donde Montaige examina el caso desde una perspectiva pragmática: "Fue una buena invención, y aceptada en la mayor parte de Estados del mundo, establecer ciertos signos vanos y carentes de valor para honrar y recompensar la virtud, por ejemplo las coronas de laurel, de roble, de mirto, la forma de determinado vestido, el privilegio de ir en carruaje por la ciudad o de noche con antorcha, algún asiento particular en las asambleas públicas, la prerrogativa de algunos nombres y títulos, ciertos signos de los escudos de armas, y cosas semejantes, cuyo uso ha sido diversamente aceptado según la opinión de las naciones y perdura todavía".

No sólo reconocía el beneficio de enaltecer, sino que también exigía que se hiciera con la mayor propiedad: a ello va dirigido su alabanza a Augusto, famoso por su generosidad económica pero avaro en cuanto a las recompensas simbólicas. Y es aquí donde resultar pertinente destacar una convicción esencial en Montaigne: que el honor tiene como su condición esencial, como su naturaleza, lo extraordinario, lo excepcional, porque la grandeza no es común. Al contrario: si una determinado hecho virtuoso, como ocurría con el valor militar entre los ciudadanos de Esparta, se ha convertido en costumbre, en rasgo de muchos, debilita o pierde su carácter de honorable.

En otra parte, 7 Montaigne se somete a sí mismo al rigor de restringir al mínimo la atribución de honores. Se pregunta quiénes son los hombres que, examinados por su juicio, destacan por encima de los demás. Y aquél estudioso, aquél intelectual que leyó a los antiguos como si ellos fuesen la savia necesaria para respirar, en una selección no exenta de un duro debate consigo mismo, culminó en tres nombres. Uno, de condición indiscutible: Homero, que para Montaigne rebasaba la propia condición humana (no puedo dejar de recordar aquí la frase de Simone Weil sobre la Ilíada:
8 "el más bello, el más puro de los espejos"). Un segundo, fruto de una intensa confrontación interior, donde a la postre Alejandro Magno logra desplazar a Julio César, con el argumento de que sus hazañas dependieron más de él que de otros factores, a pesar de las rarezas y de la violencia de algunas de las lides que se le atribuyen.

El tercero, un nombre sorpresivo, al menos para quien esto escribe: Epaminondas, a quien "los griegos le rindieron el honor, sin objeción, de llamarlo el primer hombre entre ellos. Pero ser el primero de Grecia, es fácilmente ser el primero del mundo. En cuanto a saber y capacidad, nos ha quedado el juicio antiguo de que nadie supo tanto y habló tan poco como él".

Montaigne, creador de la frase "a lo que más temo es al miedo", reconocía que pedirle moderación a los muy poderosos era incierto. Pero sabía que aquellos a quienes calificaba de hombres excelentes, eran escasos, sujetos únicos entre nosotros. Y creo que era a esos hombres de excepción, hombres de baja presencia en las estadísticas, a quienes dirigía la frase con que cierra el ensayo titulado La gloria, y que a lo largo de los siglos ha sido repetida, versionada o deformada: "Toda persona de honor prefiere perder el honor a perder la conciencia".

Notas :

1 La referencia está en Que nuestra suerte debe juzgarse sólo tras la muerte, volumen I de Ensayos.
2 En La fortuna se encuentra a menudo con el curso de la razón, volumen I.
3 En No compartir la propia gloria, perteneciente al volumen I.
4 Pertenece al volumen III.
5 Incluido en el volumen II.
6 Incluido en el volumen II.
7 El ensayo se titula Los hombres más excelentes, volumen II.
8 La fuente griega, Editorial Trotta, España, 2005.

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