domingo, 8 de mayo de 2011

ETCETERACIÓN DE PERSPECTIVAS


ESCENARIO 2. REVISTA DE ANALISIS POLITICO. AGOSTO 2000, Nr. 2, Uruguay:
http://www.escenario2.org.uy/numero2/elissalde.html
DILEMA DE LOS DOS PARADIGMAS
Esquizofrenia en la izquierda
Roberto Elissalde (*)

¿Reformas dentro del sistema o transformación revolucionaria de la sociedad? La lectura que distintos sectores de izquierda hacen de la utopía de tres décadas atrás (de indudable influencia en el pensamiento de todos ellos) y de su viabilidad en este período histórico son el punto de partida de esta nueva versión del viejo debate entre revolución y reformismo.

La creación del Frente Amplio, en febrero de 1971, se produjo en un momento en el que se creía que la revolución estaba al alcance de la mano. La lucha sería la partera de un tiempo radicalmente diferente, en el que la sociedad se organizaría a partir de una ética de la solidaridad. Este nacimiento marcó el carácter de la utopía que se pensaba implantar en el país. Hoy la izquierda es la primera fuerza de un país que sigue siendo capitalista y sigue siendo dependiente, generando una inconsistencia entre la utopía fundadora, la mitología construida en estas tres décadas y una práctica circunscrita a la lógica formal del sistema.

Muchos militantes de izquierda se formaron durante los años que siguieron a la Revolución Cubana, que en el Uruguay coincidieron con el estancamiento económico, el fin del sueño liberal, el ajuste de cinturones y finalmente el autoritarismo. En el camino hacia "la revolución", casi todos se jugaron lo que tenían, convencidos que tirar abajo "un mundo enfermo que está por caer" bien valía el esfuerzo.
Otros militantes se formaron en los años de la dictadura, arriesgando mucho y apostando también a una victoria total sobre la violencia militar, sobre la falta de libertades, sobre propuestas de organización de la sociedad que consideraban enemigas de la humanidad.

Esas dos generaciones, y por arrastre también una buena parte de la siguiente, la que surgió después de la recuperación democrática hace más de 15 años, se formaron en el paradigma de la revolución, es decir, en el entendido que una revolución acabaría con el estado de injusticia y falta de libertades para establecer un nuevo tipo de sociedad.

Esa sociedad debería dar nacimiento a un "hombre nuevo" en el marco de un contrato social totalmente subvertido, es decir, radicalmente diferente. El modo de producir bienes, la forma de distribuir los frutos del trabajo, la mismas relaciones sociales generadas durante el proceso de trabajo, deberían dar lugar a nuevas reglas donde la cooperación, la planificación, el reparto de los sacrificios y beneficios de vivir en sociedad estarían guiados por nuevos valores: los del socialismo. El programa político del Frente Amplio no se manifestaba explícitamente a favor de estos puntos, pero su ambigüedad permitía (o ambientaba) la pervivencia de la utopía tal como era concebida por la inmensa mayoría de los militantes y organizaciones fundadoras.
La crispación con que la derecha local e internacional percibía esta creciente corriente de opinión, y el planteamiento de todo o nada con el que la enfrentó, no hicieron más que alentar la expectativa de una revolución en la que el ganador impusiera las nuevas reglas de juego. El hecho de que el campo de la contra-revolución apostara a liquidar la disputa en el plano militar mientras que la izquierda apelaba a una combinación de formas de movilización popular (que en algunos casos llegaba a incluir el plano militar), fortaleció la idea de que se trataba de un juego en el que habría un ganador y un perdedor. Terminada la batalla y siempre desde la lógica de "los combatientes", el ganador debía fijar las reglas de convivencia (los militares, siguiendo este criterio, intentaron ordenar la sociedad a imagen y semejanza de un cuartel por casi 12 años).

Desde el punto de vista de la izquierda, la nueva sociedad, como toda construcción intelectual y utópica, estaba cargada de los mejores valores que los humanos éramos capaces de concebir.

La revolución pondría en orden a la sociedad de los hombres, quienes a su vez serían libres para reorganizar su contrato, en el marco de la acción del Estado revolucionario. Así, la nueva sociedad podría eliminar el latifundio y poner en práctica una reforma agraria. O podría dejar en manos del Estado el comercio exterior, y nacionalizar la banca. En una nueva sociedad sería posible socializar las ganancias y enfrentar solidariamente las pérdidas, eliminar intermediarios innecesarios, hacer desaparecer la usura, terminar con el monopolio de la televisión abierta (y de la cerrada), fortalecer la industria nacional, eliminar el desempleo, evitar que cierren mutualistas y fábricas, etcétera.

La transición política que inició Uruguay a mediados de los años 80 dejó un resultado mucho menos contundente. El autoritarismo retrocedió y las fuerzas de izquierda dieron un gran salto de prestigio. Pero no hubo revolución, ni cambio en las relaciones de producción, ni una derrota total de los sectores reaccionarios que "hicieron la guerra" a las fuerzas progresistas de la sociedad. Simplemente se llegó a un nuevo estado de equilibrio, en el que los diferentes grupos de interés (clases o sectores de clases, pero también grupos de afinidad, nuevos actores sociales, etcétera) negocian sus avances y retrocesos en el marco del sistema democrático. Las injusticias básicas referidas a la apropiación de la riqueza social, a la desigual distribución de las ganancias o a la insensibilidad social del Estado más que desaparecer, se han visto agravadas por la desprotección de la producción, la desregulación y la creciente mercantilización de la vida social.
En 1985 la izquierda unida aceptó caminar por el camino abierto, que nos devolvía a un lugar que no era el de la nueva sociedad, cuna del hombre nuevo, sino el de una democracia imperfecta en un país capitalista dependiente. La utopía fue aplazada y se entró de lleno en el camino de la reforma de la sociedad a través del sistema democrático. Esto no implica, en ningún caso, que la izquierda haya renunciado a querer revolucionar la sociedad y cambiar de forma radical su organización; simplemente se reconoció que eso no era posible en ese momento y que el desarrollo de sus fuerzas y el estado de la voluntad de los uruguayos no se compadecían con tamaño objetivo. Desde entonces transitamos, ni más ni menos, que el temido camino del reformismo. Y es bueno no olvidarlo para evitar confusiones a la hora de levantar plataformas y de organizar reclamos: estos deben estar acordes con la estrategia por la que se optó -el camino de las reformas democráticas- y no exigir para hoy la implantación de la utopía.

Esta utopía revolucionaria guía el discurso político de un sector minoritario de nuestra izquierda, pero todavía sigue siendo el único modelo de referencia para un gran sector de militantes que si bien se han ido adaptando a las nuevas condiciones, no tienen ningún otro horizonte. Por otra parte, las responsabilidades asumidas en los últimos años, especialmente en el departamento de Montevideo, han llevado a la izquierda a transitar por un camino pragmático que, sin olvidar las utopías, se ha concentrado en cumplir cabalmente con sus propuestas electorales.

Las dos cabezas de la izquierda

Es en este ambiente donde anida la esquizofrenia de la izquierda. Por una parte, el Frente Amplio primero (y el Encuentro Progresista-FA después) se ha revelado como un actor extremadamente hábil para organizarse, crecer, hacer llegar su mensaje y convertirse, en relativamente poco tiempo, en la primera fuerza política del país. Mucho más importante aún: ha demostrado que es capaz de gobernar a la mitad de la población del país con responsabilidad y con audacia, llevando adelante un programa que toma en cuenta las necesidades de los más, que atiende desde los temas estructurales (saneamiento, iluminación) hasta los que enriquecen la experiencia vital de los ciudadanos (esparcimiento, gestión cultural), sin conflictos y con una gran participación de los destinatarios en la confección de las políticas que terminarán afectándolos. Esta primera cabeza acepta el desafío de moverse en el mundo real, lejos de la utopía, pero sin perder de vista los objetivos de la eliminación de la injusticia y el establecimiento de un orden más humano.
La segunda cabeza de la izquierda, la que sigue pensando la coyuntura bajo la lógica del paradigma de la revolución, plantea ante cada paso la propuesta de máxima, reclamando -en esta situación- lo que desearía que sucediera en el caso de un cambio total de reglas de juego. Esta segunda cabeza considera o bien que es correcto exigir lo máximo en cada caso o lisa y llanamente que es posible exigir y/o conseguir lo máximo en cada caso. Desde esta perspectiva, cada batalla es una batalla por el objetivo final y quien no esté dispuesto a levantar la bandera hasta lo más alto es, en el mejor de los casos, un inconsecuente, o en el peor, un traidor. El mote "reformista", a pesar de no tener mucho uso en estos tiempos, sigue siendo un adjetivo peligroso para lucir.

(Existe también una tercera cabeza en la izquierda: la de quienes, desde sus estructuras orgánicas, creen que ya nada es posible y que lo único que se puede hacer es administrar el capitalismo. Son quienes aceptan las propuestas conservadoras y las incorporan a su discurso, tratando de demostrar que se trata de una renovación de la izquierda. Esta actitud -objetivamente hegemonizada por la derecha ideológica- camina parte del tiempo camuflada detrás de la primera cabeza y puede llegar a confundirse con ella, aunque carece de ideas propias como para guiar al conjunto.)

A lo largo de estos últimos 15 años las dos cabezas de la izquierda se han enfrentado en varias oportunidades. El primer programa del FA posterior a la dictadura abandonó algunos de los reclamos de 1971, como la reforma agraria y la nacionalización de la banca, sin que mediara demasiada explicación a los militantes de las razones de ese abandono. Durante el gobierno de Luis Alberto Lacalle se discutió la viabilidad de la consigna que postulaba el no pago de la deuda externa del país y el rompimiento con el Fondo Monetario Internacional. El resultado, después de algunas escaramuzas, fue el abandono de esos postulados -centrales durante los años de la crisis de la deuda a comienzos de los años 80- por considerarlos impracticables. El descalabro económico peruano ocurrido durante el gobierno de Alan García (1985-1989), que se había propuesto pagar apenas una parte de la deuda externa de 14 mil millones de dólares, era un buen ejemplo del poderío de las fuerzas conjuntas del FMI y los acreedores privados contra los eventuales gobiernos díscolos. Si a esto sumamos la reestructuración de esa deuda, perdiendo peso relativo dentro de la ecuación económica del país y dispersándose en poseedores privados de títulos de deuda pública, el planteo cayó por su peso, aunque la izquierda nunca terminó de discutir y asimilar las razones para aquel cambio de posición.

La aprobación o no del Tratado de Asunción, que dio nacimiento al Mercosur en el año 1992, también fue motivo de enfrentamiento entre ambas cabezas. La mayor parte de la izquierda aceptó, dadas las condiciones, que no había mejor alternativa que votar el tratado y hacer públicas las diferencias de enfoque. Los sectores minoritarios terminaron acusando a sus compañeros de "entregar" el país a sus vecinos.
El proceso hacia la reforma constitucional que finalmente fue aprobada en 1996, fue una prueba clara de hasta dónde pueden llegar las discrepancias y hasta qué punto son capaces de inhabilitar a la izquierda para actuar de manera eficaz. La búsqueda de "lo mejor" o "lo ideal" impidió acordar para conseguir lo bueno. Las divergencias internas dejaron al FA acéfalo por un largo período y las banderas se levantaron formalmente apenas para festejar porque en su lucha contra el Frente, los partidos tradicionales habían logrado vencer por una diferencia mínima.

La derrota de la propuesta de concesión del Hotel Carrasco por un solo voto fue otro de los episodios en los que la esquizofrenia dio ventajas a la derecha, permitiéndole atacar al gobierno municipal de Montevideo.

Dos elementos han servido este año para ilustrar el grave problema que sufre la izquierda cada vez que sus dos cabezas aparecen al mismo tiempo y se enfrentan. Uno de ellos es el conflicto en el sector Limpieza Urbana de la IMM, el otro es el proceso que culminó con la aprobación de la ley de urgencia impulsada por el gobierno de coalición.

En el primer caso, la imposibilidad de percibir que las autoridades municipales no tenían otra alternativa que ejecutar lo que consideraban razonable para el servicio, llevó a un enfrentamiento que terminó desnudando la contradicción en el propio seno de Frente Amplio. Las discrepancias entre algunos trabajadores sindicalizados y la administración repercutió como un terremoto en los organismos de dirección de la organización política.

En el tema de la ley de urgencia la esquizofrenia es más visible: mientras las calles se llenan de carteles contra la iniciativa, los legisladores votan más de la mitad de sus artículos. "La ley de urgencia es contra el pueblo", dicen de forma maniquea algunos muros, mientras que los legisladores ponderan ventajas y desventajas de cada punto para decidir el voto. Se puede decir que la consigna de los murales es un recurso propagandístico para que se comprenda la gravedad de algunos de los ítems incluidos en la ley, pero lo que no se puede evitar es la imagen de estar actuando con dos sistemas de medidas.

El desafío

Uruguay tiene una ya larga tradición de unidad de la izquierda. Desde la creación del Frente Amplio en 1971, cristianos, marxistas, independientes, nacionalistas de diferentes corrientes, batllistas radicales y otras tradiciones conviven bajo un único techo organizativo. En otros países las dos cabezas de la izquierda conviven en una tensión dinámica, muchas veces cobijados en diferentes organizaciones. En el caso uruguayo la esquizofrenia, ya instalada y en desarrollo, es un peligro real para la unidad.

Las complicaciones derivadas de esta falta de madurez fueron visibles en los últimos años y de agravarse pueden hacer peligrar la vital unidad de la izquierda. Una victoria progresista en las elecciones de 2004 no puede encontrar al Encuentro Progresista - Frente Amplio sin resolver cuál será el método para gobernar, cómo deben resolverse las discrepancias y por sobre todo, cuál es el horizonte de conquistas posibles en este período histórico.

Si aceptamos, con todas sus consecuencias, que el camino emprendido es el de las reformas desde adentro del sistema (aunque sin renunciar a los objetivos finales como el socialismo), es imprescindible saber qué límites tiene éste y qué debemos hacer para lograr que la utopía vuelva a estar en el orden del día. El EP-FA va a tener que realizar un enorme esfuerzo de discusión programática y estratégica, que supere los talenteos a la hora de redactar documentos aceptables para todas las cabezas y que permita generar una caracterización única de la etapa que vivimos, una descripción de los objetivos que se plantea y una evaluación de las herramientas disponibles.

Si se continúa buscando acuerdos superficiales o ambigüedades para evitar confrontar las dos cabezas que conviven en la izquerda, la esquizofrenia terminará adueñándose de ella.

(*) El autor es perodista e integrante del Grupo Editor de Escenario2

Ilustración: Museo de Arte de Denver.

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